El médico hereje

"Matar a un hombre no es acabar con una idea, es sólo matar a un hombre". Esta frase, puesta en boca de Sebastián Castellio, líder de los libertinos en la Ginebra controlada por el fanático renovador Juan Calvino a mediados del siglo XVI resume bien El médico hereje, una muy interesante novela histórica de José Luis Corral que habla precisamente de la vida ejemplar de un hombre, Miguel Servet, y de su defensa del libre pensamiento y de su derecho a expresar su opinión en un tiempo de guerras de religiones, procesos injustos por herejía o blasfemia, quemas en la hoguera... Un tiempo felizmente superado, aunque sólo en parte. De hecho, ahí reside buena parte del atractivo de la novela, comprobar que, cinco siglos después, incomprensiblemente el mundo no se ha librado de las concepciones excluyentes y fanáticas de la religión, de los que se creen defensores e la fe verdadera y piensan tener derecho para matar al hereje o al infiel. 

De Miguel Servet, debo confesarlo, apenas conocía su profesión, y sólo a causa de que da nombre a varios hospitales, como el de Zaragoza. No conocía más de su fascinante vida, así que adentrarme en la figura de un médico que hizo importantes descubrimientos como el sistema de circulación pulmonar de la sangre al tiempo que mostró inquietudes teológicas y acusó por igual a la Iglesia católica y a los reformistas en el movimiento liderado por Lutero primero y que luego tuvo seguidores como Juan Calvino, al que se enfrentó Servet, es una experiencia maravillosa. Con una prosa sencilla, pero cuidada, José Luis Corral, catedrático de historia medieval, recrea la vida de este hombre brillante, tozudo ("terco aragonés", le llaman en muchos momentos de la obra), pionero del libre pensamiento, adelantando a su tiempo y tolerante con otras religiones. 

La narración se centra en apenas un año, el último de la vida de Servet, entre la impresión y publicación del libro Restitución del cristianismo, con el que firma su sentencia de muerte al contradecir algunos dogmas intocables de la Iglesia católica como la santísima trinidad o el bautismo de los niños, así como equiparar al Vaticano y a los excesos de los papas con el anticristo, nada menos, hasta que es quemado en un hoguera junto a sus obras en la ciudad de Ginebra. Ardió en las llamas del odio, de la intolerancia, del fanatismo. Servet era un hombre orgulloso, así lo representa el autor en esta obra. Decidió añadir las iniciales de su nombre y su lugar de procedencia (Miguel Servet de Villanueva, MSV), a pesar de que sabía que así era más fácil que identificar al autor de esa obra considerada herética, diabólica, inaceptable. Por si eso fuera poco, envío el libro a Calvino, incluyendo unas cartas que se cruzaron ambos en el pasado. 

Servet imprime ese libro en Vienne, controlada por la Iglesia católica, donde es condenado a muerte, pero logra escapar gracias a la ayuda de un alto jerarca católico del que fue médico personal. Se quemó su figura de cera. Entonces el médico emprende una huida de la que, según explica el autor en una nota explicativa al final del texto, nada se sabe. Él la recrea, huyendo por las montañas hasta que el reto de Juan Calvino a Servet para celebrar un debate público sobre sus distintas concepciones de la teología le hace, orgullo él, defensor de sus ideas, convencido de la bondad del debate y del contraste de pareceres, ir a Ginebra, donde inmediatamente es detenido y comienza un proceso contra él cuya resolución está cantada desde el primer momento. 

No es que Miguel Servet no fuera católico, ni mucho menos que profesa otra religión. Es sólo que puso al hombre como el centro de todas las cosas y tuvo una forma de entender la religión diferente a la de la jerarquía católica, pero también a la de los reformadores, llamados después protestantes. Y él, conocido como "el mayor hereje de la historia", fue condenado por ambos. Logró poner de acuerdo a reformadores y católicos en su odio contra él, en el miedo a la peligrosidad de sus ideas, a su forma de estar en el mundo. Era un librepensador y además era alguien que otorgaba una gran importancia al debate intelectual, de ahí que jamás se retractara de sus ideas, incluso en sus horas finales, cuando esto le habría ahorrado sufrimiento. Una persona ejemplar que, además, en su faceta profesional como médico puso en marcha en Vienne un sistema obligatorio para los doctores de atención gratuita a las personas necesitadas. 

Ningún suceso de la historia es un hecho aislado. El pueblo que no conoce su historia, dice una frase  de Marco Tulio Cicerón repetida hasta la extenuación, está condenado a repetirla. Y es algo rigurosamente cierto. El pasado encierra lecciones para el presente y el futuro que en nuestra mano está aprender. El propio autor reflexiona en la nota al final de la obra sobre la lamentable constatación de que el mundo nada ha aprendido del horror y la sinrazón de aquellas guerras de religiòn, de las cazas de brujas, de los procesos contra los que osaban pensar diferente, de las ignominiosas quemas de libros... Habla él de las guerras en los Balcanes. Podemos hablar hoy del fanatismo del Estado Islámico. Ayer, como hoy, la ciega obediencia a una concepción extrema de una religión frente a la razón. Ayer, como hoy, la certeza de que "matar a un hombre no es acabar con una idea, es sólo matar a un hombre". No avanzamos nada. O muy poco. 

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