Crónica de cuatro días de ensueño


Si trazara una cartografía sentimental, la presencia de Donosti en ella sería ineludible. Escribo estas líneas en el bus de regreso a Madrid, con unas cuantas horas por delante y con multitud de gozosos momentos en la retina, en el paladar, en la memoria. En esa cartografía sentimental, en ese mapa de los lugares donde he disfrutado, me he sentido querido y he saboreado cada momento (tal vez ningún verbo es más adecuado tratándose de Donosti y su maravillosa gastronomía) ocupaba ya desde hace un año un lugar destacado esta joya, esta deliciosa ciudad señorial, que se enseñorea con clase, con su arrebatadora belleza, con su deslumbrante armonía. 

Escribo esta carta de amor a Donosti y la amplió esta vez a otros lugares. Astigarraga, pueblo muy próximo a San Sebastián, en primer lugar. En mi anterior visita no pude recorrer como merecería esta encantadora localidad sus calles, sus montes y parques, su sidrerías (capítulo aparte), sus plazas, su bello ayuntamiento. Verde, naturaleza, hermosura desbordante, mires por donde mires. En Santiagomendi, monte de Santiago, donde se ubica una coqueta ermita dedicada a San Santiago (es el patrón de la ciudad, que es de paso del camino de Santiago), me maravilló una de las más preciosas estampas que recuerdo, y eso que en este viaje ha habido muchas de esas. Desde allí arriba, perfectamente trazada, en su prodigiosa disposición frente al Cantábrico y rodeado de montañas, San Sebastián, con el monte Igeldo a un lado y el monte Urgull al otro. La romería de Santiago que cada año coincidido con esta festividad se celebra en Astigarraga es uno de los firmes candidatos a ser la próxima razón de una nueva visita al norte.
Han sido cuatro días, sí. Dos y dos mitades, como dice la mejor guía de San Sebastián y la mejor amiga imaginable. Pero tan fastuosos, divertidos, intensos, memorables y bien aprovechados que parecen muchos más. Voy en el autobús repasando con incredulidad tal cantidad de paseos, risas, homenajes gastronómicos, planes deliciosos y grandes ratos que no me cuadra que hayan sido sólo estos dos días y dos mitades. Y eso que en uno de esos días el cambio de horario nos hurtó 60 minutos preciosos. He desconectado en este viaje como creo que muchas veces no hago en semanas. Mucha suerte tendré si consigo recordar la contraseña del ordenador del trabajo. Nada distinto a tantas emociones alrededor ha existido durante estos cuatro días, de esos que dan sentido a la vida. Por la arrebatadora belleza de los lugares visitados, sí, y por supuesto por eso tan maravilloso y poco frecuente que es sentirse querido, mimado, por personas excepcionales que llevan a dar gracias a la vida por haberlas conocida. Y es esa fortuna, hay a quien le toca la lotería y hay a quienes nos toca amigos colosales, el aderezo perfecto, o incluso el plato principal, de estos cuatro días con mucho más sentido y disfrute que muchas semanas.
Me pierdo. Andaba intentado poner palabras, intento vano, a todo lo vivido estos días. Hablaba de Astigarraga. Contaba lo mucho que me gustó este pueblo que fue mi casa en este tiempo, literalmente, de nuevo gracias a a la hospitalidad de las adorables personas que se han desvivido por mí. Comenté que merecía capítulo aparte la sidrería en Donosti. Vamos allá. Ir de sidrería es empaparse de cultura, de sobremesas sensacionales, de tradiciones y de sabores exquisitos. Es toda una experiencia coger el vaso y probar la sidra directamente de las barricas donde están. Dura apenas unos meses, pues después esa sidra se embotella y vuelve a empezar el proceso. Los manzanos que rodean Astigarraga vuelven a dar esas frutas y todo comienza de cero cada año. Así que uno tiene la sensación de estar viviendo una experiencia única, porque es efímera y no se trata de un local que esté abierto todo el año. 
Cada barrica, la sidra que contiene cada una de ellas, tiene un sabor distinto. Unas más dulces, otras algo más ácidas. Todas muy frescas y deliciosas. Ese levantarse con toda la mesa a probar una nueva sidra, esa experiencia de poner el vaso y servirte tú mismo, ese colocar bien el vaso para situarlo justo en chorro de bebida que sale por el grifo que todas las barricas tienen a mitad de contenido. Es algo muy divertido que acompaña a una comida, como todas aquí (el bus pasa justo por Vitoria) contundente y portentosa. El menú clásico en todas las sidrerías (unas 25 en una localidad de unos 2.500 habitantes, echen cuentas) es el mismo: chorizo a la sidra, tortilla de bacalao (qué delicia), bacalao con pimiento verde y cebolla (impresionante) y txuleta. 
Llegados a este punto, conviene parar e intentar explicarlo bien. La txuleta. Olviden todo lo visto hasta ahora. Pesa, para que se hagan una idea, más de un kilo... Cada txuleta. Grosor considerable, extensión inaudita, carne poco hecha u un sabor de esos que se quedan pegados en el paladar en la memoria por mucho tiempo. La carne bien roja con su sal gorda. Es muy probablemente la mejor carne que he comido jamás. Y vino justo después de quizá el mejor bacalao que probé nunca. De postres, tejas y cigarrillos de Tolosa, junto a queso, carne de membrillo y nueces.
Hemos entrado en harina, nunca mejor dicho, gastronómica, así que seguimos hablando de uno de los grandes placeres de la vida que en Euskadi adquiere otra dimensión, la comida, el buen yantar, que escribió Cervantes en el Quijote. Los pintxos. Otro capítulo en el que pararse detenidamente. Es difícil relatar las sensaciones de ese paseo por la parte vieja de Donosti con multitud de restaurantes que dejan ver, desde la entrada hasta allá al fondo, interminables barras repletas de pintxos. Qué pintxos. Qué reto a la capacidad de elección, que peligrosa concentración de tentaciones al paladar, qué delicioso reto... Carne, pescado, tortillas, salsas... No puedo enumerarlo todo. Y allí tú debes elegir. Y siempre está delicioso. Pero no menos que el siguiente. Así de dura es la vida del visitante en Donosti. Hay que ir preparado para sufrir. 
Nada mal comimos tampoco en un pueblo que me enamoró, Hondarribia. Lo tiene todo. Historia, con la muralla que rodea su parte históricas, calles empedradas de esas que pavimentan el suelo desde hace décadas, siglos, en los pueblos que saben conservar su personalidad y su encanto. Verde, claro, mucho verde. Naturalezas por todas partes. Eso de que llueve tanto (esta vez, apenas un rato por la tarde del tercer día) es el peaje que se paga, con gusto, en el norte por verlo todo tan verde, por ese olor a naturaleza, por esa hermosura inigualable de los árboles, la hierba, los ríos, las montañas. A los pies de Jaizkibel, un puerto que para mí tiene inevitablemente resonancias a ciclismo y a la clásica de San Sebastián (otra buena razón para volver pronto) se sitúa Hondarribia, que además es un pueblo costero, de pescadores, donde se encuentra la desembocadura en el mar del río Bidasoa. Es una localidad maravillosa, un paraíso
Y acabo, como empecé, en el centro de esa cartografía sentimental, de ese mapa de emociones, afectos y cariños. San Sebastián. Esa bella dama consciente de su descomunal belleza a la que, como me dijo estos días un buen amigo, le gusta gustar, le encanta cautivar, fascinar, asombrar. Y lo hace, claro, cómo no. Lo consigue con la hermosa playa de La Concha, con el peine del viento, con el Puerto viejo, con el Kursal que acoge las proyecciones del festival de cine (lo adivinaron, otra razón de peso para volver pronto), con la plaza de Gipuzkoa... Y, sobre todo, con esa impresión de belleza serena, de armonía, de ciudad señorial dedicada a preservar su encanto, a rehuir de los excesos urbanísticos, a dejar las alturas para observar el cielo, a edificios perfectos, prodigiosos. 

Tienen los edificios de Donosti, todas sus calles, una belleza hipnótica. Recorrerlas en bicicleta, como guinda del pastel, fue una experiencia inenarrable. Cerca ya de abandonar Euskadi en este bus, acabo. Acabo declarándome entregado a Donosti y con la gratitud a quienes han perfilado por mí este punto central de mi cartografía sentimental, a quienes han expandido las fronteras del cariño. La segunda toma de esta película, que espero dure toda mi vida en Ciudad tan cinematográfica, ha sido aún más inolvidable, y resultaba de una complejidad hercúlea, que la anterior. Continuará. 

Eskerrik asko Donosti.Eskerrik asko Nerea, Susana, David, Félix. 

Comentarios

Nerea Zusberro ha dicho que…
Pese a ciertas dificultades técnicas, ¡por fin he podido leer tu esperada entrada! Maravillosa, como siempre, y pese a que casi todo lo haga tu envidiable capacidad para transmitir las más bellas emociones por medio de la palabra, me alegro mucho de que mi casa -y cuando quieras también la tuya- sea fuente de inspiración inagotable.

Aquí te esperamos, para volver a brindarte días intensos, cada uno de ellos con un pretexto diferente -festival de cine, clásica de San Sebastián, excursiones veraniegas monte arriba, etc.-, que de eso no nos falta. Y si no, siempre nos quedará comer.

Te haces de querer, jodío.
Alberto Roa ha dicho que…
Muchas gracias. Contigo, al fin del mundo siempre.