Juegos de la edad tardía

"Qué diablos, la realidad es un lugar agradable de visitar, pero a nadie le gustaría vivir en ella". Esta potente, bella e irrebatible frase de John Barth leída en una entrevista en El Cultural hace unos meses describe bien el espíritu de Juegos de la edad tardía, de Luis Landero. La actitud con la que se guía Gregorio Olías, su protagonista, uno de esos personajes excéntricos, inolvidables de los grandes libros, de las obras que exhiben la portentosa e inigualable capacidad de la novela como género en el que todo cabe, en el que la fabulación y la imaginación desbordaba de un autor regala emociones a los lectores. Es un pobre diablo que sufre por ese contraste despiadado entre lo que uno sueña con ser y lo que es en realidad, entre lo que anhela hacer y lo que de verdad hace. O sea, un poco como todos. Ese choque entre lo deseado y lo vivido. Entre la ficción, llena de posibilidades, y la realidad, tan prosaica, tan gris, tan difícil de cambiar, tan tozuda. Y algo de eso es la vida. Y la literatura sirve, claro, de vía de escape. La magia de las palabras atrapa al protagonista de Juegos de la edad tardía, Lo atrapa y le lleva a ser otro, imaginando que todo alrededor es, en realidad, distinto a como es. Pero para que una narración siga adelante, para que haya un cuento, debe existir quien ansíe que le cuenten una historia. Y por eso Gregorio Olías precisa de público, Gil, para ir construyendo su relato inventado. 

Al igual que el protagonista de Toma el dinero y corre, de Woody Allen, se ve abocado a delinquir una y otra vez, irremediablemente, Gregorio Olías se ve forzado a tejer una red de embustes cada vez más enrevesada. Es un fugitivo de la prosaica realidad. De joven, movido por un arrebatado amor juvenil o, más bien, por un cierto enamoramiento platónico, descubre la poesía. Y le cambia la vida. "Algunos le dijeron que antiguamente las cosas se llamaban con nombres mucho más hermosos. Gregorio lo creyó porque había descubierto el lenguaje de los poetas y pensaba que cada cosa se merecía una poesía y no una palabra, o al menos que se la nombrase de muchas formas a la vez, justo reflejo de la correspondencia universal", leemos en la obra, escrita con un estilo prodigioso, exquisito. Olías ansía entonces convertirse en poeta. Y empieza a escribir. Y decide adoptar un nombre artístico, Faroni. 

En ese alter ego refleja Olías todos sus sueños, su afán, eso que, le cuenta su tío de joven, mueve a todos los hombres. Faroni es, en la imaginación de Olías, un intelectual brillante, un poeta sublime, alguien comprometido contra la dictadura, valiente, ingenioso, atractivo. Él se casa con una mujer a la que ya no ama, o al menos con la que no disfruta de la vida. Vive con ella y son su suegra, que le desprecia profundamente. Trabaja en una tienda de quesos, en un sótano donde, durante años, no suena el teléfono para ningún pedido. Lleva una vida gris, anodina, alejada de sus ansias de escribir poesía, de conocer mundo, de entrar en contacto con grandes intelectuales. Y, de repente, el teléfono suena. Y al otro lado habla Gil, comerciante de la empresa por pueblos. Comienza entonces una relación cervantina en la que, como don Quijote y Sancho, aquel comparte sus fabulaciones, la impostura que va tejiendo, y este se deja convencer, pues es esa historia la que le aparta del cotidiano aburrimiento. 

Las ambiciones de ambos, sus intereses, confluyen. Gregorio, Faroni mejor, encuentra alguien con quien compartir su otra vida, la que desearía haber llevado, la que cree que merecía haber llevado y la que termina por convencerse que, en parte, lleva. Por qué no. Y va creciendo la impostura. Gil queda fascinado de la astucia y la inteligencia de Faroni. Y le pide más. Porque jamás nadie pide que termine un cuento que le entretiene, que le abre la mente, que le hace olvidarse del tedio diario. Gil quiere más historias, saber más de la vida asombrosa de Faroni y Gregorio ve también en esos embustes la escapatoria a la espesura en la que ha entrado su existencia. "Gregorio enseguida comprobó que la gente no tarda en convencerse de lo que le conviene siempre que otra persona la apoye en su razonamiento. O lo que es lo mismo: que dos opiniones solidarias forman una convicción"

Gregorio se inventa una ciudad nueva, hasta países que no existen y noticias que sólo ocurren en su imaginación. Fabula todas las obras publicadas. Y una tertulia literaria en un café de la ciudad con las mentes más brillantes de la época. Y una amante hermosa. Empieza entonces a llevar una doble vida. Con inusitada facilidad y apenas sin remordimientos, guiado por el afán que le impide descubrir que está engañando a un pobre inocente de provincias, cierra los ojos y deja de ser Gregorio Olías, el cuarentón deprimido por su gris existencia, para convertirse en Faroni, el gran Faroni, poeta, ensayista, intelectual. La obra recuerda a la brillante e hilarante La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, donde Ignatius J.Reilley, un personaje igual de distanciado de la realidad que Gregorio Olías, escribe una novela que busca ser la gran obra universal que ponga fin a tantos desmanes, a tanta decadencia de la sociedad como él ve. En algunos pasajes de Juegos de la edad tardía, Olías también achaca todos sus males, los inconvenientes de entrar en un mundo paralelo, a la estupidez y la maldad que le rodea. 

Leemos en la contraportada de la obra en la edición de la serie de las 100 novelas del siglo XX en español del diario El Mundo de Luis Landero que la publicación de este libro en 198 fue un acontecimiento literario. La obra triunfó tanto entre el público como entre la crítica. Las contraportadas no suelen ser muy de fiar (está por venir aquella en la que se describan los defectos de la obra que cobijan) pero esta nos la creemos. Es una novela excepcional. Perfecta para quien busque ficción pura, una fabulación divertida y espléndida escrita de forma excepcional. Juegos de la edad tardía es una especie de parque de atracciones literario con hallazgos hermosos, metáforas bellas y un estilo prodigioso. Una novela que saborearán con delectación los amantes de la buena literatura. 

La novela está llena de perlas. Una obra en la que subrayar muchas frases. Como esta en la que cuenta que "a diferencia de las palabras, los números no eran mágicos, y sus noticias eran siempre tristes". Difícil comprimir mejor ese contraste entre lo soñado y lo real, entre el lirismo de la literatura y lo prosaico del día a día, de las cuentas que no salen y las facturas impagadas. Gregorio Olías (Faroni) es un personaje excesivo y caricaturesco, ahí reside su interés, pero la obra es también una cierta reivindicación del poder de las palabras, de la fuerza torrencial de la literatura, de la ficción. Desarrolla un respeto reverencial por el lenguaje: "si te fijas, las cosas que tienen más de un nombre siempre son mágicas, y lo que hacemos los poetas es ponerles a las cosas nombres nuevos, para hacerlas misteriosas". No es Faroni el único personaje singular de la novela. A final de la obra aparece otro, don Isaías, un personaje que, como él, consagró su vida a un proyecto grandioso. En su boca pone Luis Landero una reflexión preciosa, una de tantas, de esta novela sensacional: "tardé en comprender que el hombre comete siempre los mismos errores, pero que cada error es irrepetible, porque sólo quien lo comete lo ha vivido, y vivir es errar". 

Comentarios