La llamada

A María, una adolescente que acude a un campamento de verano de monjas, se le aparece dios cantando canciones de Whitney Houston. Esta chica está acompañada en el campamento por su inseparable amiga Susana, alocada a más no poder. Ambas tienen un grupo de electro latino (Suma Latina), con el que fantasean llegar a tener fama, o al menos, más bien, a pasar el rato. Al cuidado de ambas están Bernarda, una monja veterana muy peculiar amante de la música, y Milagros, una monja joven que se ve reflejada en las dos alumnas y rememora en su alegría juvenil su propia adolescencia, añorando los tiempos en los que se venía arriba con los temas de Presuntos Implicados. Es el punto de partida de La llamada, comedia musical que va ya por su cuarta temporada en el Teatro Lara. Es tan disparatada como suena (o incluso un poco más a cada minuto que pasa) y te ríes aún mucho más de lo que esperas. 

Es una obra fresca, ágil, divertida, con un ritmo asombroso, vitalista, sugerente. Una brillante genialidad.  María (Claudia Traisac) y su amiga Susana (Angy Fernández) no tienen una especial vocación religiosa. Comienzan la obra, de hecho, escapando del convento donde se celebra el campamento de verano para acudir a un concierto de Henry Mendez, uno de los muchos momentos en los que el patio de butacas del Lara se convierte en una discoteca, en una gran fiesta, en una sala de conciertos. Pero ambas evolucionan a lo largo de la historia. Mucho. María, porque se le aparece dios, "sí, nuestro señor", (Richard Collins-Moore) por la noche, cuando está sola, interpretando canciones de Whitney Houston. y a Susana, por otra llamada diferente que conviene no adelantar aquí, pues es mejor dejarse sorprender. De hecho, esta otra llamada es el más inesperado giro de una trama en la que, si algún pero podríamos encontrar (y si quisiéramos, que no queremos) sería que resulta algo previsible el camino cruzado que siguen dos de las protagonistas de la obra. 

La llamada está firmada por los jovencísimos Javier Calvo, al que conoce el público, sobre todo el adolescente (y también algunos a los que nos pilló más maduritos), por su papel en la serie Física o Química, y por Javier Ambrossi, también joven actor. En el patio de butacas, repleto, hay público de todas las edades, y para todos los públicos es recomendable, pero esa insultante juventud de sus autores se nota en el libreto rompedor, ágil, fresco, con el lenguaje de los jóvenes de hoy en día, divertido, espectacular. No hay contención posible ni medias tintas.  El guión de la obra, aderezado por temas de Whitney Houston y de Presuntos Implicados, es una explosión de ingenio y creatividad, un volcán en erupción. Un atronador golpe encima de la mesa de dos jóvenes actores con una capacidad formidable para levantar una comedia que en las dos horas de duración no baja el ritmo en ningún momento. Habrá que seguirlos muy de cerca en adelante. 

Consigue esta obra también algo difícil, y es resultar respetuosa con el tema tratado, siempre espinoso esto de la religión, y a la vez ser irreverente, desprejuiciada, libérrima. Una extraña virtud, complejísima. No creo que ningún católico pueda sentirse ofendido viendo esta historia, ni por supuesto que ningún ateo quede, como dice mucho una de las protagonistas de la historia, "soliviantado" por ningún ejercicio de proselitismo religioso. Nada de eso. Ni burla de creencias sagradas para algunos ni todo lo contrario. Una heroicidad casi. Con una cruz en el escenario y, durante partes de la función, con una imagen de Juan Pablo II, en la obra se narra con agilidad el despertar religioso de María y las dudas de Milagros, una espléndida Belén Cuesta. También tienen su hueco canciones religiosas, que siempre me pareció de lo más salvable de las misas, como Viviremos firmes en la fe. Hay un momento glorioso cuando las dos monjas interpretan el tema Estoy alegre. Impagable. 

La obra, ya digo, lejos de ser una provocación  (que, por otra parte, bienvenidas sean siempre estas), resulta un vitalista canto contra los corsés, tanto en el teatro, con un lenguaje ágil y fresco, como en la vida. Contra los caminos trazados. Contra los prejuicios, incluso. A favor de dejarse llevar. Es una obra sobre la religión, pero sólo en parte. Quizá no. Es más bien una llamada, valga la redundancia, a que cada cual siga el camino que quiera, a perseguir los impulsos, a no traicionar a los sentimientos ni dejar de intentarlo. Y esto vale tanto para meterse a monja como para todo lo contrario. 

Como dice el estribillo del tema de Suma Latina, el grupo de las dos protagonistas, "lo hacemos y ya vemos". La frase se convierte en leitmotiv de la obra, en auténtico hilo conductor. Esa frase como filosofía de vida. Con todo lo que implica. Sin darle demasiadas vueltas a nada. Huyendo de la trascendencia, de la gravedad, del dramatismo. Se sigue el camino al que te lleven tus emociones y luego ya, si no se resulta, se busca otro. No pasa nada. Un carpe diem alegre y loquísimo del siglo XXI.  Es también esta obra un canto a la amistad, a esa amiga a la que se le cuenta todo y con la que se comparte cada lío, y al respeto a la opción que, libremente, y siempre con posible vuelta atrás sin que se hunda el mundo, cada cual tome en la vida. Porque todos buscamos nuestro camino en la vida (el campamento al que acuden las protagonistas se llama por algo La Brújula), pero en esa búsqueda bien podemos ir torciendo por desvíos inesperados o dar marcha atrás. Si algo destaca de esta obra, ya digo, es ese afán por desdramatizarlo todo, por vivir sin más. Lo hacemos y ya vemos. 

Otra de esas frases recurrentes de la obra, que también capta la esencia de La llamada es "la música hace milagros, Milagros", que le dice Bernarda a la monja más joven. Y, en efecto, en esta comedia, que no olvidemos es un musical, la música tiene un papel trascendental. Y ahí juegan tanto las actrices (y el actor que da vida a dios) como "la banda de dios", todos ellos chicos (batería, bajo, teclado y guitarra), que están en el escenario durante toda la obra y regalan momentos de mucho ritmo, auténticos conciertos. Por cierto, en el teclado estaba el viernes Víctor Elías, a quien muchos recordamos como actor dando vida a Guille en la mítica serie Los Serrano.

Los intérpretes rinden todos a muy buen nivel. Excepcional Angy Fernández, a quien nunca antes había visto en el teatro. Canta realmente bien y da vida con enorme soltura al personaje de Susana, quizá el más desatado de toda la obra. Magnífica Belén Cuesta, que hace reír con la inocencia y la bondad de la joven monja Milagros. Notable la veterana Gracia Olayo, quien interpreta a Bernarda, la monja sólo en apariencia severa que está al frente del convento y que se revela según avanza la historia como una mujer comprensiva y con pasión por la música. Llegados a este punto he de confesar que una de las razones por las que quería ver La llamada es por la anterior actriz que daba vida a María, Macarena García. Me encanta su frescura, su espontaneidad, la vitalidad que irradia y contagia con su interpretación. Pero ella ya no actúa en la obra en esta cuarta temporada, así que empecé siguiendo a Claudia Traisac, quien ahora interpreta a María y antes, a Susana, con ciertas dudas que duraron aproximadamente diez segundos. Sencillamente impecable. De Richard Collins-Moore, dios, es destacable su impresionante chorro de voz.  

Consigue La llamada aparcar todas las preocupaciones a las puertas del teatro Lara, en esa Corredera Bajo de San Pablo repleta de multitud de restaurantes donde disfrutar de una buena cena. Logra que rías, que dos horas duren mucho menos (se pasa volando) y que salgas del teatro feliz, sonriente, decidido, en efecto, a seguir ese "lo hacemos y ya vemos" de las protagonistas. Por conseguir, consigue incluso que no despotrique contra el electro látino, género musical que detesto por su tóxica invasión de casi todo lo que suena hoy en día en el circuito más comercial. Es de esas obras que recomiendas sin dudar, porque estás convencido de que gustará. Una obra que permanece en la retina y en la memoria. Una genialidad muy loca (valga la redundancia), con un final brutal en el que, al igual que ocurre en otros momentos de la obra, el patio de butacas se convierte en una extensión del escenario. Brillante locura, genial delirio, sensacional llamada. De lo mejor que he visto en teatro en mucho tiempo. 

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