Postales de Budapest

Contemplar el Danubio a su paso por Budapest es una de las vivencias más impresionantes que recuerdo. Suena grandilocuente, pero es difícil igualar la espectacularidad de esa inmensa anchura del río separando Buda de Pest, dos ciudades unidas en una que tienen en el Danubio su columna vertebral, su mayor tesoro, su joya única. Es una de las imágenes más sobrecogedoras que se pueden ver. De noche es particularmente fastuosa. Asombra la inmensidad del río, su extraordinaria anchura, que supera los 700 metros en algún tramo. Impacta tanto el Danubio que parece que la grandeza de Budapest, su desbordante belleza, es sólo la única respuesta posible a las dimensiones del río a su paso por la capital húngara. La reacción obligada e ineludible de esta ciudad para estar a la altura del imponente río.  

No serían menos hermosos los muchos monumentos de la ciudad (el Parlamento, el Palacio Real, la ópera, la catedral, los distintos palacios...), ni resultaría menos fascinante esa sucesión de fabulosos edificios a ambos lados del Danubio, pero le faltaría algo a la ciudad si no fuera por el río. Perdería esa embriagadora belleza, ese encanto único que le da el caudaloso Danubio, ese río que enamoró a Strauss hijo y le llevó a componer su célebre composición musical, con la misma rompedora belleza que cautiva a todo aquel que lo contempla. Las dos orillas del Danubio a su paso por Budapest fueron declaradas hace años, con todo merecimiento, patrimonio de la humanidad. Le pueden faltar a la ciudad otras cosas. Puede resultar más caótico su tráfico, más desmejorados los edificios cuando se sale del centro histórico, incluso algo menos limpias las calles que en Praga y Viena, pero Budapest tiene el Danubio. Y con eso le basta y le sobra para ser única. 

Así que, más que un conjunto arquitectónico imponente que resulta estar al lado del Danubio, Budapest es el logrado intento del hombre de igualar la belleza imponente e inalcanzable de la naturaleza en forma de caudaloso río. Ante semejante portento natural, la mano del hombre se empleó a fondo en la capital de Hungría y consiguió regalar al mundo una ciudad (la unión de dos, en realidad) impresionante. Nueve puentes cruzan el Danubio en su paso por Budapest, siete de ellos en la parte céntrica. El más imponente, y también el más antiguo, pues data de 1873, (aunque está reconstruido porque los alemanes destruyeron todos los puentes cuando abandonaron la ciudad ante el avance de las tropas aliadas en la II Guerra Mundial), es de las cadenas. Dice la tradición que cuando se navega por las aguas del Danubio bajo este puente los enamorados deben besarse y así quedan encadenados para siempre (igual alguno o alguna se arrepintió después). 

También es encantador el puente de Margarita, que conduce a la isla homónima. Reciben este nombre por la hija de Adalberto IV, quien prometió a dios que haría que Margarita dedicara su vida a rezar en agradecimiento por contener el avance de los mongoles. Monja toda su vida por una promesa de su padre, aunque cuando ya era más mayor le ofreció un matrimonio y ella lo rechazó. También a Adalberto IV debemos la construción de la segunda Buda en el barrio del castillo, la parte más alta de la ciudad. Buda, que significa agua, es la parte más montañosa de la ciudad, la de menos población y la más rica. Pest, horno, es más llana. A ambos lados del Danubio se puede contemplar durante una travesía de una hora por el río iglesias y fascinantes edificios de todos los estilos. Choca, pero no desentona, un edificio en forma de ballena que acoge exposiciones culturales, e impone por su tamaño el de la universidad pontificia. Son tantas las joyas arquitectónicas en las dos orillas del río que se pierde la cuenta. 

En la parte más alta de la ciudad está el bastión de los pescadores, con sus siete torres en homenaje a las siete tribus magiares que llegaron a los Cárpatos en el año 896 y fundaron  Hungría. Por esa fecha, el parlamento y la catedral miden, exactamente, 96 metros en su punto más alto y en recuerdo de la creación del país se construyó la impresionante plaza de los hérores, donde hay esculturas que recuerdan a gobernantes pasados de Hungría o de territorios que pertenecieron al imperio Austro Húngaro. Desde el bastión de los pescadores hay una excepcional vista de Budapest, siempre con el Danubio gobernando la ciudad, y también allí está la iglesia de Matías, un rey húngaro. Es un templo fabuloso y nada convencional, pues en él se mezcla el estilo pictórico tradicional de Hungría con el Art Nouveau francés. El resultado es una iglesia pintada en cada centímetro de arriba abajo y de izquierda a derecha, con rincones preciosos como esta pequeña vidriera de la fotografía rodeada de una forma de espiral. Es uno de esos templos donde uno podría pasarse horas y horas contemplando cada pequeño detalle y siempre le faltaría algo nuevo por descubrir. 


Gracias a ese intento logrado de la mano del hombre de levantar construcciones fascinantes para igualar la belleza natural del Danubio, en Budapest hay muchos y muy imponentes monumentos. Sobresale, por su grandeza, el Parlamento. Construido para dar cabida a las dos Cámaras (aunque ahora el sistema político de Hungría es unicameral), es un edificio simétrico, con dos hemiciclos en su interior. El centro del Parlamento es la sala de la cúpula, donde se conserva la corona que en este país, republicano, sigue simbolizando el Estado mismo. Tanto es así que es la única sala donde se impide hacer fotografías y la corona está siempre escoltada por tres soldados de una orden especial destinada, precisamente, a proteger este símbolo. Cada cinco minutos, dos guardias mueven la espada y cada quince, dan una vuelta sobre la vitrina de cristal que protege a la corona. El tercero les indica a los otros dos cuando se cumplen los cinco minutos, cuando pueden moverse, aunque sea sólo de forma mínima, para estirar los brazos, durante la custodia de este objeto. La escalinata dorada de la fotografía desemboca directamente en esa sala de la corona. 

Es difícil elegir a una joya entre todos los monumentos de Budapest. Probablemente, puestos en la tesitura de tener que decidirnos, señalaríamos a la Ópera. El emperador Francisco José permitió a la capital húngara construir este edificio, pero a condición de que fuera la mitad de grande que la ópera de Viena. Lo que no tiene de tamaño, lo tiene de lujo y suntuosidad en el interior. Cuentan las guías, orgullosas, que Francisco José sólo acudió a la Ópera de Budapest al primer acto de su inauguración, rabioso al contemplar que superaba en belleza y majestuosidad a la de Viena. Con grandes escalinatas y salas doradas, es un edificio impactante. Además, es accesible. La entrada más cara apenas cuesta 60 euros, muy por debajo de cualquier otro templo operístico en grandes ciudades europeas.

La música clásica forma parte de la cultura popular en Budapest, o esa impresión da. Lámparas imperiales, columnas de mármol, escaleras doradas, frescos que simbolizan las artes, salas fascinantes como la de la emperatriz Sissi, con frescos simbolizando las cuatro estaciones... No puede albergar más lujo y más suntuosidad, más derroche de belleza y pompa esta Ópera. Por fuera, más pequeña que la de Viena, pero mucho más elegante e imponente por dentro. Justo cuando visitábamos el patio de butacas (de madera, lo que ayuda a la magnífica acústica de la ópera) pudimos ver los trabajos de los operarios preparando los andamios para la representación de esa noche. El escenario es inmenso, tiene 50 metros de fondo, y supone un trabajo arduo prepararlo en cada representación. 

La catedral de San Esteban, primer rey de Hungría, completa el tríptico de joyas monumentales de la capital húngara junto al Parlamento y a la Ópera. Como suele ocurrir en la historia, el rey no era precisamente un santo, pese a haber sido canonizado. Llegó al poder después de una sangrienta guerra civil contra los partidarios de su tío a quien ordenó descuartizar. Convirtió al catolicismo a todo un país con métodos muy expeditivos, como vemos. Más allá del santo al que le da nombre, la catedral es suntuosa. En especial una capilla curvada donde se conserva, dicen, la mano derecha incorrupta de Esteban. Mármol y pan de oro son los lujosos materiales empleados en el interior de este templo. 

Tal es la majestuosidad de Budapest que hasta las cafeterías parecen palacios. Algunas lo eran, de hecho, en origen. Es el caso del Café Nueva York, que merece una visita casi tanto como los grandes monumentos de la capital húngara. Cuando el propietario del palacio decidió venderlo a una cadena hotelera (Boscolo), se puso como condición que la cafetería, que había adquirido gran popularidad por acoger tertulias de escritores y pensadores, siguiera abierta al público. Y así se hizo. Se puede disfrutar a un precio algo más alto que en una cafetería corriente, pero en absoluto prohibitivo, de una tarta (nosotros comimos una de queso exquisita) o un buen café en una sala palaciega que más parece lugar de residencia de un rey o un emperador del pasado que una cafetería. 

La historia deja huella en Budapest, algo en lo que coincide con Viena y Praga. Así, en la avenida Andrasi, una de las principales vías de circunvalación de la ciudad, existe un edificio que hoy alberga la casa del terror porque fue sede del partido nazi primero y después de la policía secreta comunista. La sinagoga de la capital húngara es la segunda más grande del mundo. Esta ciudad sufrió especialmente el Holocausto. De los 800.000 judíos que vivían en Budapest, 600.000 fueron asesinados por los nazis. Cerca del Parlamento, frente al Danubio, unos zapatos de bronce recuerda la brutal matanza de judíos. Se les lanzaba al río, pero antes se les humillaba haciéndoles desnudarse y descalzarse, de ahí esos zapatos de bronce que recuerdan la terrible muerte de estas personas castigadas por su religión. 

Indigna que hoy ideologías intolerantes y racistas sigan atrayendo a muchas personas. Resulta imposible no pensar en ello al cruzar la frontera con Hungría, igual que hacen miles de personas que huyen de la guerra en Siria. Es imposible olvidar este drama precisamente en un país, Hungría, cuyos gobernantes exhiben un discurso racista y antiinmigración. En el Parlamento manda el partido extremista de Orban, presidente, y otro aún más a la extrema derecha. En la capital gobierna un tipo amigo del presidente, con negocios algo dudosos y que comparte con él su radicalidad y su odio al diferente, ya sea un refugiado o un homosexual (ordenó abonar los árboles de las calles por las que el día del Orgullo Gay pasaba la manifestación reivindicativa). 

Poco después de cruzar la frontera de Hungría con Austria como turistas occidentales que disfrutamos de las ventajas de la libre circulación europea,  observamos desde el autobús un campamento de refugiados. Fue un momento breve, pero estremecedor. Tiendas de campaña de Cruz Roja, policía y militares al lado de un campo de energía eólica, de esos gigantes de viento. Junto al avance de la humanidad para desarrollar fuentes de energía alternativa, su manifiesta incapacidad para dar un trato digno a personas desesperadas que huyen de la guerra. Veníamos de contemplar imponentes monumentos en Praga y Budapest y nos dirigíamos a la señorial Viena. Disfrutando de un viaje enriquecedor y memorable. Felices. Pero ese choque con la realidad, con la desigualdad, con la injusticia, ese ver de cara la miseria y la desesperación, obligó a recordar lo injusto de una sociedad que es capaz de levantar majestuosos edificios y de crear armoniosas composiciones musicales pero no de atender de forma digna a quienes escapan de la guerra. Según nos dijo una guía local mientras visitábamos la ópera de Budapest, en la sala de fumadores, estrecha, donde los condes y nobles coqueteaban con poca luz, que existe en Hungría un refrán: "mucha buena gente cabe en lugares pequeños". Y uno piensa, claro, que deberían aplicarse (ellos y toda Europa) ese dicho en la atención debida a los refugiados

Mañana: Viena. 

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