El Reino

El otro día, cuando terminaba la excepcional obra (iba a escribir novela, pero no lo es, o no sólo) de Emmanuele Carrère, El Reino, en el Metro, descubrí que justo a mi lado una mujer leía la Biblia. Y me pareció una escena peculiar. Porque la obra con la que yo gozaba, con la que ya sufría, como se sufre cuando se van acabando las páginas de un libro con el que se ha disfrutado, al que da pena dejar atrás, trata precisamente de la fe, del catolicismo, de la difusión de esta religión, en definitiva, de ese libro que la mujer de mi derecha leía con fruición. Y precisamente El Reino parte de la pregunta que muchos nos planteamos hoy sobre por qué 2.000 años después las enseñanzas de Jesús siguen presentes en tantas personas, siguen calando en tanta gente, rigen tantas vidas, son importantes para gente inteligente. De ese punto arranca la portentosa obra de Carrère, que puede describirse con muchos adjetivos, pero tal vez ninguno más apropiado que honesto. Es de una desgarradora honestidad. Es una obra erudita, brillante, ágil, extraordinaria pero, sobre todo, inteligente y honesta. 

Casi al comienzo de la novela el autor expone esa intriga, esa fascinación que despierta que, tanto tiempo después, el catolicismo siga presente en la sociedad, siga guiando la acción de tantas personas. Narra una cena con un compañero, Patrik, charlando sobre una serie, Les Revenants, en cuyo guión participó el autor, donde la que gente muerta resucita y se aparece ante sus seres queridos, historia con evidente paralelismo con la religión. Y expone que este amigo "dice que es extraño, si te paras a pensarlo, que personas normales, inteligentes, puedan creer en algo tan insensato como la religión cristiana, algo del mismo género que la mitología griega o los cuentos de hadas. En los tiempos antiguos se puede entender: la gente era crédula, la ciencia no existía ¡Pero hoy! Si un tipo creyera hoy día en historias de dioses que se transforman en cisnes para seducir a mortales, o en princesas que besan a sapos que, con su beso, se convierten en príncipes encantadores, todo el mundo diría: está loco". 

Y, a pesar de que puede parecerlo por este párrafo, El Reino es cualquier cosa menos una obra provocativa que busque ridiculizar las creencias de alguien. Nada más lejos. De hecho, el propio autor fue católico durante un periodo de su vida. Acudía a misas. Se casó por la Iglesia. Bautizó a su hijo y le puso de nombre Juan Bautista. Sintió la llamada de dios en una época de depresión donde para él ese despertar de la fe fue un consuelo, una salida. La obra huye del cinismo y es valiente, de una enorme audacia intelectual, porque afronta algo tan complejo, tan inabarcable, como los mecanismos de las creencias, el origen del cristianismo, convirtiendo en personajes de novela a Pablo y a Lucas, autor de uno de los cuatro evangelios. Y admira a este último "como representante del género de escritores". Y analiza cada escena de la Biblia, consulta multitud de fuentes, ejerce de historiador. Es, ya ven, una obra inmensa, no tanto en su extensión (sus 500 páginas pasan demasiado rápido para mi gusto, uno queda con ganas de más) sino por lo que abarca y por el modo en el que lo hace, entremezclando la propia historia del autor, su propia visión, con esos tiempos en los que los seguidores de Jesús, más malavenidos de lo que podría pensarse, se dedican a extender su fe.  

Cuando habla de la Historia de los orígenes del cristianismo, una de las muchas fuentes que consulta, explica que la obra aborda "el modo en que una pequeña secta judía, fundada por unos pescadores analfabetos, unida por una creencia absurda por la cual ninguna persona razonable hubiera dado un sestercio, devoró desde el interior, en menos de tres siglos, al imperio romano y, contra toda verosimilitud, perduró hasta nuestros días". Pero, como digo, la actitud del autor no puede ser más honesta. Y lo deja claro en este portentoso párrafo donde describe bien sus intenciones: "No, no creo que Jesús haya resucitado. No creo que un hombre haya vuelto de entre los muertos. Pero que alguien lo crea, y haberlo creído yo mismo, me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna: no sé qué verbo es el más adecuado. Escribo este libro para no imaginarme que sé mucho más, sin creerlo ya, que los que lo creen, y que yo mismo cuando lo creía. Escribo este libro para no abundar en mi punto de vista". Brillante. Insuperable. Colosal. 

Comparte sus dudas. Su reconstrucción sobre el nacimiento del cristianismo. Sobre sus personajes. Pablo, que pasa de perseguidor de los cristianos a difusor de esta creencia cuando se cae del caballo, literalmente. De Lucas, que narra la historia de Cristo, que se suma a Pablo, quien a su vez es mal visto por Santiago. Porque en esa Iglesia primigenia hubo enfrentamientos sobre cómo plasmar la historia y cómo extender la nueva religión, si seguir con los preceptos del judaísmo o romper con ellos, como propone Pablo. Habla de Juan, quien según sugiere Carrère, decidió escribir su Evangelio porque a él los otros evangelios no le reconocían el papel que tenía al lado de Jesús. Se declara fascinado por los recursos retóricos de los relatos, afirma que, probablemente, Lucas y Juan inventan, rellenan a su conveniencia, según su criterio de escritores, la historia que narran, que resulta ser la base de una de las grandes religiones monoteístas del mundo 2.000 años después. Explica que, en realidad, en el primer relato sobre la resurreción de Jesús sólo se habla de que ha desaparecido el cadáver. Nada más. 

Se maravilla el autor por la belleza innegable de muchos de los pasajes de la Biblia. Y recoge estas frases, "nadie habló como este hombre", que pronuncia uno de los guardias que detiene a Jesús antes de ser crucificado. Se entrega a la ucronía, ese jugar qué habría pasado si la historia no hubiera sucedido como ocurrió, de pensar en un Jesús al que Poncio Pilatos no hubiera encontrado culpable de nada, no hubiera condenado y que habría muerto como un venerable maestro, una persona respetable cuyo conocimiento se habría extinguido. También muestra fascinación por la conversión de valores que propugna Jesús, tan alejada de lo que ahora defiende la jerarquía católica. Esa idea de que es mejor ser pobre, pecador, ignorante, porque de ellos será el Reino de los Cielos. El hecho de que Cristo, lejos de rodearse de poderosos, marchaba con prostitutas, vagabundos y analfabetos. Porque a su lado estaba. Porque cercano a ellos se sentía y porque su discurso era subversivo, rompedor, revolucionario. 

Carrère, como digo, huye de una actitud cínica, prepotente, llena de clichés y prejuicios, esa actitud en la que, sin duda cae (caemos) a veces el lector ateo, al lector agnóstico que, como él dice es "agnóstico, ni siquiera lo bastante creyente para ser ateo". El autor no cree en dios. No es cristiano. Pero respeta a quienes sí lo hacen y, más allá, siente una inquietud espiritual y quiere comprender a quienes se guían por lo que predicó un hombre hace dos milenios. El autor es honesto. No pretende mostrar que sabe más que nadie. Ni quiere ridiculizar a nadie. Y es por eso inteligente. La obra es inabarcable, contundente, portentosa, y me dejo mucho por comentar. En estos casos de poco sirven las reseñas, hay que leerla, lentamente, saborearla, subrayarla, porque es una delicia. Pero no me resisto a compartir otro párrafo, este sobre la amistad de Carrère, de quien estoy tardando ya en leer otras de sus obras anteriores, con Hervé. "Los amantes de la tauromaquia designan con el nombre de querencia el pequeño espacio donde el toro se siente a salvo en el aterrador tumulto del ruedo. Andando el tiempo, Le Levron y la amistad de Hervé se han convertido en la más segura de mis querencias. Subo allí inquieto y bajo apaciguado". Una bella descripción de la amistad dentro de una descomunal y profunda obra de Emmanuel Carrère. 

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