El hijo de Saúl


Al principio de El hijo de Saúl, un sobrio rótulo de letras en blanco sobre negro explica qué eran los Sonderkommando en los campos de concetración nazis: prisioneros encargados de dirigir a quienes van a ser gaseados a la cámara donde morirán pensando que van a recibir una humillante ducha colectiva y después, enterrar sus cadáveres y limpiar las cámaras de sangre y secreciones para seguir empleando esa maquinaria de degradación humana y destrucción. Esos prisioneros también tienen fecha de caducidad. Su fin también es morir en manos de los criminales nazis. Ese comienzo sencillo, descarnado, da una idea del tono de la cinta. Un puñetazo tras otro al espectador. No es una película lacrimógena, no, es una cinta que busca, y consigue, que el espectador tenga los ojos bien abiertos. Asombrado. Dolorido. Indignado. Incómodo. Expone el horror desde el punto de vista de un miembro de los Sonderkommando, Saúl, quien, en medio de la muerte y el sinsentido de Auschwitz, encuentra un sentido a su gris existencia, dar sepultura digna a un niño gaseado al que empieza a considerar su hijo. 

A diferencia de tantas otras películas sobre el Holocausto, El hijo de Saúl no cae en sentimentalismos baratos ni banaliza la brutalidad del exterminio nazi. Sólo lo expone. Crudo. Directo. Tal cual es. Se abusa mucho de decir aquello que una película te mete en el entorno donde se desarrolla. Que sientes de repente que estás dentro. Viendo lo que ven los protagonistas. Sintiendo lo que sienten. Pero en esta portentosa película húngara ocurre exactamente eso. Por el modo en el que está rodada, porque se adopta el punto de vista del propio Saúl. Rodada con cámara al hombro. Desenfocada, en ocasiones. Siempre pegada a la cara o a la espalda del protagonista. Realismo. Y la película duele. Cada plano desgarra un poco más que el anterior. No hay respiro ni escapatoria posible. Es una película que ahoga, que desasosiega. Es una recreación tan precisa y fiel del Holocausto que golpea al espectador desconcertado y espantado. 

No llora el espectador con esta cinta, no. Lo más doloroso, lo más desagradable de la historia, se escucha, no se ve. El sonido juega un papel relevante en la película. Decisivo. Porque permite sentir la confusión de los prisioneros de Auschwitz. Porque duele saber lo que les va a ocurrir a esos presos que son desnudados y metidos en las cámaras de gas bajo engaño. "No olvidéis el número de taquilla. Daos prisa, que se enfría la sopa". Y después, sonido de puertas cerradas como si fuera un disparo seco. Y gritos. Golpes. Desesperación. Los desgarrados gritos de quienes entran en el campo. La autoridad de los engreídos y repugnantes militares nazis. La disciplina de los kapos de cada comando, que pasan lista a los prisioneros con sus números, porque en los campos de concentración nazis los presos dejaban de ser personas para convertirse en números. 

El sonido ambiente importa en varios momentos del filme más aún de lo que se ve y de lo que hablan los protagonistas. El director Lászlo Nemes guía al espectador por el campo de concentración de la mano de Saúl (Géza Röhrig), quien busca a un rabino para poder enterrar a un niño que le conmueve. En mitad de la masa informe de los cadáveres. De la degradación absoluta y la falta total de esperanza, le conmueve un niño que, milagrosamente, sobrevive a la cámara de gas. Por poco tiempo, claro, pues los militares nazis se encargan de matarlo con sus manos, pues no pueden quedar testigos de la masacre. Y Saúl adopta al joven. Lo considera su hijo. Nunca se llega a saber si es en realidad o no descendiente suyo. Probablemente, no. Pero encuentra un sentido a su vida en el campo de concentración. Y, a partir de entonces, enterrar de forma digna al niño y no quemar su cuerpo junto al del resto de asesinados pasa a ser la razón de su existencia. 

Y, mientras Saúl sólo se ocupa de enterrar la niño de forma digna, recorremos Auschwitz. Con espanto. Con dolor. Deprimidos. Asqueados. Al borde del vómito. Sin posible escapatoria ni esperanza. Porque los campos de concentración nazis no las ofrecían. Y vemos cuerpos sin vida. Y montañas de ceniza de los asesinados. Y cómo los nazis aceleran su maquinaria de destrucción masiva según se acerca el Ejército Rojo al campo, hasta el punto de que no dan abasto los presos encargados de conducir a la muerte a los otros prisioneros que van a ser exterminados. El final, del que naturalmente nada desvelaremos, es el único posible y, de nuevo, se escucha, pero no se ve. Ni falta que hace. Es una cinta difícil de ver, mareante, dura y áspera. Es decir, es una película que capta con perfección lo que fue el Holocausto, el máximo exponente de la degradación y la maldad del ser humano en toda la historia de la Humanidad. 

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