Chavs. La demonización de la clase obrera

Lo que más llama la atención del debate económico tras la devastadora crisis que hemos padecido, y cuyos efectos siguen siendo muy visibles, es cómo se ha laminado cualquier visión alternativa al pensamiento único. Ya saben. El que se ha repetido como un mantra. El que se presenta armado en apariencia como argumentos puramente técnicos, inapelables, irrebatibles e infalibles. En la Unión Europea sabemos bien de qué trata. Austeridad extrema. Control del déficit, aunque sea a costa de ahogar las economías. Seguir una única receta económica, aunque lo cierto es que jamás hay un único camino en nada en la vida, menos aún en la economía. Pero se ha conseguido trasladar esa ficción y todo el que critique esa receta única lo hace desde la ideología.

En su momento, tras la crisis de Lehman Brothers, escuchamos a algunos líderes políticos como a Nicolas Sarkozy que se debía refundar el capitalismo. Nada de eso vimos. Al contrario, se impuso en toda europea una visión neoliberal. Una política homogénea. El que se saliera de ahí, es un radical irresponsable. Porque, sorprendentemente, se ha conseguido establecer un planteamiento único. Así es como se deben hacer las cosas. Si se sostiene algo diferente, se es un peligrosos antisistema. Como si el sistema funcionara bien y hubiera que andar defendiéndolo, por otra parte. 

Las críticas son desde una posición ideología determinada, por supuesto, pero la defensa a ultranza de un modelo económico determinado que propicia enormes desigualdades soslayando cualquier alternativa, es exactamente igual de ideológicas. Respetables y legítimas ambas. Pero las dos. Es radicalmente falso que esta visión de la economía impuesta en la UE sea en realidad la única posible. Por mucho que se revista de argumentos técnicos y por mucho que haya un batallón de economistas dispuestos a esconder bajo sus principios puramente técnicos su ideología. Insisto, legítima. Pero igual que las demás. De estos últimos años, pues, asombra que la socialdemocracia europea no haya sido capaz de presentar un plan diferente y haya pasado por el are, desde Zapatero hasta Hollande, de esa receta única impuesta desde la derecha. Por eso, sólo por eso, supone un soplo de aire fresco que haya pensadores que se rebelen contra esta visión única y planten batalla desde una posición crítica. Es lo que hace el británico Owen Jones en Chavs. La demonización de la clase obrera, donde reabre con argumentos contundentes el debate sobre las clases sociales y pone el dedo en la llaga de la desigualdad galopante de nuestro sistema. 

Rebatiendo esta idea de que sólo hay una teoría económica posible, heredera de Tatcher, Jones da la vuelta en su sugerente ensayo al planteamiento según el cual las clases sociales son algo desfasado, tramposo, rancio, antiguo, radical. El autor de libro lo niega. Con argumentos y datos. Desde una posición ideológica marcadamente de izquierdas, por supuesto. No lo esconde. Con ciertos pasajes del libro en los que simplifica la realidad o donde la pinta con brochazos gordos. Pero nada de esto elimina los muchos méritos de esta obra. De entrada, el de abrir un debate enterrado. En efecto, nadie habla ya de clase obrera o clase trabajadora. Lejos de eso, se impone una visión crítica de este estrato de la sociedad. Y quien viene de ahí, busca alejarse de esos comienzos. "Todos somos clase media", dicen los políticos con frecuencia. Basta con ver los ingresos medios de las familias para desmentir este planteamiento. La clase baja sigue existiendo, pero se ha perdido la conciencia de clase y se la ha asociado a comportamientos incívicos, prejuicios y estereotipos reforzados en los medios de comunicación, lo que convierte a la antigua "respetable clase obrera" en una subclase radical, violenta, drogadicta y peligrosa. 

Chav es un término despectivo para describir a las personas de clase baja son formación, que según el estereotipo no trabaja,vive de las clases sociales, va dando gritos por la calle, viste de chandal y con colgantes dorados, tiene hijos a los 17 años y es, en fin, una subclase de la que huir. En España podrían ser los estereotipos de chonis o macarras, que con tanto desdén se emplean y que, al igual que expone Jones en su obra, de un modo tan poco sutil se refleja en televisión, en espacios que no hacen más que fomentar esos prejuicios. Y, como dice el autor, evidentemente ese tipo de personas existe. Pero se confunden las causas con las consecuencias. Se dice que la sociedad va mal y está rota por la existencia de esas personas, cuando más bien parece que la falta de horizontes y la nula igualdad de oportunidades de esta sociedad injusta es la que fomenta esos comportamientos. 

Es la parte más contundente de la obra. Aquella en la que Jones busca las causas de esta desigualdad social y relata cómo se desprecia a las clases bajas, a veces de forma velada, otras abiertamente. Desmiente con datos que todos vivan de ayudas públicas. Revela que el fraude al paro, naturalmente censurable, quita a las urnas del Estado 70 veces menos dinero que la evasión de impuestos. Explica cómo la demolición de las industrias con el gobierno de Tatcher dejó amplias zonas del Reino Unido sin ese lazo de cohesión que era el puesto de trabajo. Sin expectativas de futuro. Con desempleo y miseria. Expone con datos cuán diferentes son los horizontes de alguien nacido en la clase media o alta de los de alguien de clase obrera. Menos opciones de llegar a la universidad. Muchas menos de entrar en el Congreso. 

Rebate Jones la idea de que hablar de clases sociales en pleno siglo XXI sea algo anticuado. Y, después de leer su libro, ciertamente, cuesta quitarle la razón. Cita una frase del millonario inversor Warren Buffet sobre la guerra de clases: "sí hay un guerra de clases y la estamos ganando", dijo. Es inteligente el modo en el que el autor se niega a ser presentado como un radical y a decir que todo aquel que cuestione la fábula de que hablar de clases es hacerlo desde un sindicalismo rancio y caduco. Expone con claridad que más parecen ser lo miembros de la clase alta los que han declarado esta batalla contra las bajas, pues sólo así pueden mantener sus privilegios. 

El argumento más sólido de los presentados por Jones en su obra es el siguiente: desde el partido conservador británico se defiende que, en el fondo, ser pobre o no tener trabajo es responsabilidad de quien está en esa situación. Es su culpa porque no trabaja lo suficiente o no tiene talento. Según esa ficción, vivimos en una sociedad donde los méritos, y nada más que los méritos, ponen a cada cual en su sitio. Y, según este planteamiento, nada tiene que hacer el Estado para reducir las desigualdades no ayudar a los más vulnerables de la sociedad. Ningún sentido tiene, pues, el Estado del bienestar. Sucede que esto es falso. Si no conociéramos a personas con una extraordinaria formación que están en el paro podría colar ese relato de cuento de hadas. Pero no es verdad. Hay personas muy válidas en el paro. Hay precariedad creciente en los empleos. No hay, en absoluto, igualdad de oportunidades. Es más cómodo para cualquier gobierno responsabilizar al parado de su situación. Y, sin negar que la responsabilidad personal es importante, comprar este discurso es desconocer la realidad. 

Afirma Jones que, de un tiempo a esta parte, las luchas delos activistas de izquierdas se han centrado en la identidad, soslayando el debate sobre las clases sociales. Sugiere también que el compromiso con injusticias internacionales parece preocupar más a muchos activistas de izquierdas que, por ejemplo, el desempleo o el difícil acceso a la vivienda. Sostiene también que los sindicatos deben reformarse, para adaptarse a una nueva clase obrera que poco tiene que ver con la de las industrias pesadas, que ya no volverán. Aquí propone alguna solución difícil de defender, visto lo visto, como la de que los sindicatos deben entrar en el consejo de administración de las empresas para defender a los trabajadores. Aquí lo tuvimos en Caja Madrid y ya sabemos cómo terminó. 

Abre los ojos este ensayo. Insisto, teniendo claro que se escribe desde una posición ideológica muy marcada, de izquierdas. Sucede que uno también tiene claro cuando escucha o lee otros argumentos que están planteados desde una posición ideológica igualmente marcada, sólo que la opuesta. Lo que resulta menos justo y más irritante es que cuando se plantean ideas desde un lado del tablero político se es automáticamente un radical dogmático, mientras que cuenta se defienden desde el lado contrario simplemente se están siguiendo criterios técnicos, sin rastro de ideología. Y por ahí, francamente, a estas alturas de la película uno ya no pasa. El primer capítulo de Chavs es demoledor. Compara Jones el tratamiento mediático a las desapariciones, en 2007 y 2008, de dos niñas británicas: Madeleine McCann y Shannon Matthews. De la primera me acordaba por el seguimiento de los medios. De la segunda, no. Ella era de una familia de clase media. Esta, de un barrio humilde. Los padres de ella recibieron el apoyo de los espectadores (como es natural y lógico). La madre de esta, las sospechas y veladas críticas por ser mala madre. Es un inicio brutal a un ensayo que no deja un respiro al lector y que le estimula, al menos, a reabrir un debate que consideraba enterrado. 

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