Sócrates: juicio y muerte de un ciudadano

Los auténticos sabios son quienes tienen más dudas que certezas. Personas que caminan por la vida cargadas de preguntas. Siempre con signos de interrogación dispuestos a suplir los de exclamación. Que todo lo cuestionan. Que piensan por sí mismos y rehuyen las verdades absolutas. Personas coherentes que se conducen en la vida por altos principios (justicia, honestidad, coherencia) y que los siguen y respetan hasta las últimas consecuencias. Por eso hay tan pocos. Sócrates, uno de los más destacados filósofos de la Grecia clásica, que es tanto como decir uno de los mayores filósofos de la historia de la humanidad, fue un sabio. Un hombre inteligente y reflexivo, rodeado de interrogaciones y dudas, a quien se atribuye una frase que jamás dijo pero que resume bien su planteamiento vital. Sólo sé que no sé nada. 

Mario Gas y Alberto Iglesias presentan en la espléndida obra Sócrates: juicio y muerte de un ciudadano, los últimos días de vida del genio ateniense. Fue acusado de creer en otros dioses y de pervertir a la juventud. Terminó siendo víctima de la democracia en la que él mismo creía, la que ayudó a crear, Pudo huir de Atenas, pero por coherencia, aún reconociendo injusta su condena a muerte, decidió asumir su final sin aspavientos. Él mismo bebió la cicuta que acabó con su vida a los 70 años. Resuena atronadora la voz de Sócrates, que encarna con maestría el imponente José María Pou, uno de los pilares de la función, el protagonista absoluto de la obra. Corpulento, expresivo, sobresaliente, con una voz poderosa, Pou da vida al filósofo que lo cuestionaba todo, incluido el sistema de la democracia ateniense en el que creía. Es un animal teatral, un portento de la interpretación. Sólo por verle en escena vale la pena asistir al teatro. 

Lo bueno de los pensadores clásicos y de las obras que nos remiten al pasado es que, en el fondo, hablan sobre todo del presente. Se proyectan hasta nuestros días los ecos de vidas ejemplares, pero también de traiciones, falsedades y odios. La primera intervención de Sócrates, hablando de la corrupción, de quienes se proclaman demócratas pero pervierten el sistema, de los que dicen defender la libertad por encima de todo pero no hacen más que ponerla en riesgo, de aquellos que se enriquecen de forma deshonesta cuando deberían estar al servicio de todos, sirve tal cual para definir la situación política actual. Corrupción, ocultación partitocracia, son males que vienen de lejos, escuchamos al filósofo decir. 

Es el compromiso cívico de Sócrates y su entrega a la búsqueda de la verdad, signifique esto lo que signifique, lo más apasionante de su vida, bien captado en esta obra. Dudada de todo. Incluido el sistema, que entre otras cosas elegía por sorteo a los magistrados, algo que Sócrates y sus seguidores cuestionaban. Cree, pese a todo, en la democracia ateniense, donde sólo podían votar los ciudadanos libres, no los esclavos ni las mujeres, como bien recuerda Amparo Pamplona, quien da vida a la esposa de Sócrates y protagoniza un monólogo intenso y emotivo que es uno de los grandes momentos de la obra. Cree en la democracia un poco al modo de Ortega con la República, "no es esto, no es esto". 

La escenografía del espectáculo, que se estrenó en el Festival de Teatro Clásico de Mérida el verano pasado, es sencilla. La palabra cristalina de Sócrates adquiere todo el protagonismo. Los protagonistas visten de blanco. Y se escenifica el teatro al filósofo, convirtiendo desde el comienzo a los espectadores de la función en miembro de la asamblea que lo condenó. Quienes acusan a Sócrates pronuncian  discursos inflamados llenos de palabras gruesas como patria, tan desgastada ya, tan roída, tan insustancial. Él defiende la dignidad, la honestidad y la coherencia. Y, por estos principios, acata la sentencia y bebe la cicuta. Pero antes muestra su serenidad ante la muerte, su decepción por las denuncias y maledicencias que sobre él, tan adelantado a su tiempo, librepensador en una sociedad donde la religión (ahí seguimos) tenía un peso excesivo, opresor, y él lo cuestionaba abiertamente todo, pues creía que era el único modo honesto de estar en el mundo. 

Junto a José María Pou y Amparo Pamplona aparecen en escena, dando vida a amigos y enemigos de Sócratres, Carlos Canut, Pep Molina, Alberto Iglesias, Ignacio Jiménez (que en la función de ayer sustituyó a Guillem Motos y a quien pudimos ver el año pasado en el imponente montaje de La ola) y a Ramón Pujol, quien fue protagonista de la tierna Smiley en la sala off del Lara hace un par de temporadas. Un elenco puesto al servicio de la obra, que cautiva al espectador por conocer mejor la vida de Sócrates y, sobre todo, por los inevitables paralelismos entre los principios y conflictos atemporales que presenta la obra con la actualidad. 

Cuentan que Sócrates, cuando asistía a los mercados, decía "cuántas cosas hay que no necesito". Llevó una vida humilde, siempre más preocupado por las grandes preguntas que por las labores cotidianas. En los tiempos de Sócrates, obviamente, no existían los móviles, pero desde luego que parece ser el propio filósofo ateniense quien advierte al público al comienzo de la función, a través de la imponente presencia de José María Pou, del uso de estos artilugios. Dice Sócrates en un momento de la función que, sin llegar a conocerlos, siempre creyó en los hombres. Y afirma, en sus horas finales, que no sería justo ni coherente desobedecer la sentencia injusta que manan de las leyes atenienses, pues él nunca se rebeló contra ellas y perdería la razón si escapara de la condena, aunque esta sea la muerte. Es una función poderosa que ayuda a enfrentarse al presente gracias a historias y vidas de hace siglos. Porque el teatro no es sólo divertimento. Porque puede, incluso quizá debe, hacer pensar al público, que sale de esta obra con las frases de Sócrates-Pou retumbando en su cabeza. Incluida la última, con la que se marcha de esta vida dejándolo todo en orden, como vivió, con honestidad y dignidad. 

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