Donosti

Cuando jugábamos de niños, cualquier baldosa, una banqueta, un espacio determinado del sofá, pueden ser casa. Casa. Ese lugar donde se está a salvo. Donde nadie te puede pillar en el escondite. Allí impera la ley de la protección. Del asilo. Es un refugio. Puedes estar jugando a qué estás rodeado de tiburones hambrientos en un mar inmenso. Pero siempre quedaba el recurso de gritar alto casa. Y todo se resolvía. Allí nadie podía hacerte daño. De mayores ya no jugamos a estar rodeados de tiburones. A veces incluso porque no nos hace falta imaginar tal cosa. No tenemos esa capacidad de figurarnos juegos, de inventar novedades alrededor, riesgos imaginarios de los que escapar en un rincón sagrado y mágico al que llamemos casa. Pero sí tenemos lugares donde el tiempo parece correr a distinto ritmo. Espacios en los que nos sentimos queridos y disfrutamos al máximo de la vida. Igual que el ladrón siempre vuelve al lugar del crimen, todo ser humano, desde luego, regresa allí donde ha reído, donde ha vivido con mayúsculas. 

Donosti, Astigarraga, Gipuzkoa, Euskadi. Las siento ya como segundas casas. Como refugios espirituales. Más amados a cada nueva visita. Porque la armonía y belleza de sus paisajes mantienen su exultante capacidad de sorprender. Porque mirando al mar en la Playa de la Concha uno siente que puede estar horas parado. Quito él y detenido el tiempo. Que nada importa demasiado más que esa sensación confortable y relajada. Ese instante. Ese preciso momento el el que problemas, inquietudes, dudas e incertidumbres se diluyen en las aguas del Cantábrico y se van lejos. Una vez más se consigue algo tan difícil como la desconexión absoluta. Es extraño, porque han sido sólo tres días completos y, a la vez parece menos, porque vuela el tiempo cuando se está disfrutando y exprimiendo la vida, pero también parece más, porque se antoja imposible desconectar y desintoxicarse tanto de prisas y obligaciones en tan poco tiempo. También parecen más kilómetros los que separan de la rutina, porque queda muy lejos, como en otra galaxia muy, muy lejana. 


A estas alturas no voy a volver a repetir todos los encantos de San Sebastián, a la que ya declaré amor un par de veces antes (aquí y aquí). Son innumerables los motivos que convierten a esta ciudad en un lugar único, paradisíaco, irreal de tanta belleza. Este año, además, Donosti es la capital europea de la cultura, lo que hace que la ciudad celebre distintos actos. En los últimos días celebró el Festival Stop War, con actuaciones en distintos escenarios situados en varios puentes sobre el río Urumea. Una celebración antibelicista en la que la organización de la capitalidad cultural se muestra muy crítica con la respuesta que la UE está dando a la crisis de los refugiados. Cómo ser la capital cultural de una Europa así, se preguntan. En un momento de tanta confusión de la idea de Europa. De tanta renuncia a principios fundamentales. De tanta falta de humanidad con los refugiados. La programación de actos para todo el año es muy amplia. Otro motivo más para visitar San Sebastián una y mil veces más. 

Las otras razones son de sobra conocidas, aunque no dejan de sorprender. Los edificios, ese museo al aire libre que son las calles donostiarras con una arquitectura majestuosa, señorial, apabullante. La grandeza de la Concha. El imponente y precioso edificio del Kursal. La sensación de armonía. De perfección. El buen ambiente, con músicos callejeros, el sol acompañando y paseantes arriba y abajo disfrutando de la tarde. Una tarde de paseo por Donosti, con uno de esos apoteósicos homenajes gastronómico de los que se pueden encontrar allí. Esa es una muy precisa definición de felicidad. De plenitud. Una forma excelsa de recargar pilas y olvidar sinsabores. Por supuesto, importan los lugares y las experiencias, pero también la compañía, la hospitalidad de quien te hace sentir como en casa, con quien se habla de todo a todo rato, pero siempre queda algo por decir. Cómo desearía uno poder almacenar la tranquilidad en cápsulas e ir tomándolas en el día a día, en la rutina. Consumir pedacitos de la calma y la plenitud que siente en San Sebastián. 

Por supuesto, la gastronomía merece siempre una mención propia. Los pintxos por el casco viejo. Esas cafeterías pensadas para dejar correr el tiempo, para ver pasar la vida por los ventanales. Las terrazas donde respirar el aire calmado con la brisa del mar frente a la playa de la Concha. Las sidrerías de Astigarraga, una experiencia gastronómica excelsa, pero también una inmersión en la cultura y la tradición de Euskadi donde uno se siente afortunado de poder entrar junto a personas apasionadas por su tierra que consiguen transmitir ese amor, por otra parte, fácilmente comprensible. Levantarse a las kupelas a probar la sidra. Unas más amargas, otras más dulces. El txuletón. El bacalao. La tortilla. El queso con nueces y carne de membrillo de postre, acompañado de tejas y cigarrillos. Es un homenaje a los sentidos. 


Además de Donosti y Astigarraga, también pude disfrutar del Pasaje de San Juan (Pasai Donibade), un rincón idílico frente a la ría del Oyarzun y abierto al mar. Un sueño. Es imposible sentir estrés, tensión o inquietud ante semejante espectáculo visual. El imponente puerto. La entrada de barcos, las traineras entrenando. Y esa combinación de monte y mar. La belleza arrolladora de las calles estrechas de piedra con sus casas de cuento. Entrar en Pasaia es como viajar atrás en el tiempo, escapar de la estruendosa vida diaria urbana del siglo XXI para caminar, respirar y sentir a otro ritmo. Hay rutas preciosas, como el camino empinado para subir Jaizkibel, puerto que como amante al ciclismo me trae recuerdos gratos de la Clásica de San Sebastián, la de más nivel que se celebran en nuestro país, la única de la primera división del ciclismo mundial.  

Vuelvo de este inolvidable viaje con nuevas vivencias, con un buen cargamento de recuerdos imborrables y también con más planes futuros. En aquel divertimento infantil con el que empezábamos el artículo era imprescindible tener al lado gente que te siguiera el juego. Gracias a Nerea, David, Susana y Félix (también a Monito) por jugar conmigo, por hacerme sentir en casa. A ellos debo convertir tres días en una experiencia fascinante. Y también varias metáforas de este artículo y toda la motivación renovada que dan los aires del norte y su amabilidad y cariño. 

Eskerrik asko! 

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