A treinta días del poder

Según la ley de Godwin, a medida que una discusión online se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a uno. En efecto, pocas discusiones políticas no terminan hablando de la Alemania nazi, quizá el episodio más tenebroso de la historia universal. Un modo de banalizar el horror, la maquinaria de exterminio dirigida por el acomplejado y fanático Adolf Hitler. En estos debates, online o no, se suele terminar diciendo "a Hitler también le votaron los ciudadanos". O "Hitler llegó al poder por su triunfo electoral". Y no fue así. O no del todo. Lo explica con una claridad y una agilidad propia de una novela Henry Ashby Turner, en A treinta días del poder (Edhasa, 2000) un ensayo asombroso sobre el acceso del dictador nazi al poder, del que solemos tener una idea algo equivocada. 

Es cierto que el Partido Nazi ganó no una, sino dos elecciones, en 1930. Las celebradas en julio y las que se repitieron después en noviembre. Pero en estas últimas perdió votos a chorros respecto a la primera cita con las urnas. La formación encabezada por Hitler se carcomía entre crisis internas y deserciones. La moral de quienes habían apoyado a esta formación, que a medida que se acercaba al poder fue camuflando sus tesis más radicales como el odio a los judíos o sus ansias de expansión internacional, estaba decayendo. Hitler contaba con el grupo parlamentario más amplio, sí, pero no tenía, en absoluto, mayoría suficiente para gobernar. Además. el sistema político alemán entonces, aunque parlamentario, dependía en buena medida de la voluntad de la élite política, sobre todo, del presidente Paul von Hindenburg, que ya se había saltado la Constitución alguna que otra vez para dotar de poderes absolutos a un gobierno presidencial, con el propósito de evitar una guerra civil. 

Lo más terrorífico de la obra rigurosa de Ashby Turner es que, a sólo un mes de jurar su cargo de canciller alemán, Hitler estaba en apariencia más lejos que nunca del poder. En las propias filas de su partido cundía el desánimo y los defensores de la república de Weimar, el sistema política implantado tras la derrota alemana de la I Guerra Mundial, respiran tranquilas, porque descartaban por completo aquella opción, dada la animadversión manifiesta entre el presidente Hindenburg, que gozaba de un prestigio generalizado en la clase política alemana por haber liderado al ejército alemán durante aquella contienda, y Adolf Hitler. 

Sin embargo, todo cambió en apenas 30 días, el periodo temporal al que se refiere el título de la obra. Un mes, enero de 1931, en el que,como afirma el autor, se estaba decidiendo, sin saberlo entonces nadie, sólo imaginándolo con sus ansias de grandeza, el propio Hitler, el futuro de la humanidad. "Si trazamos una serie de relaciones de causalidad que han conmovido al mundo desde enero de 1933 y las seguimos hasta su origen, se hace evidente que una gran parte de lo que ha ocurrido desde entonces depende del giro que experimentó la política alemana durante ese mes. Igual que París en el verano de 1789, al inicio de la Revolución Francesa, Berlín se convirtió por un momento en el eje del destino de una buena parte de la humanidad". 

Chirría la escasa atención mediática en aquellos días al ascenso al poder de Hitler. Sobre todo, conociendo lo que llegó después, lo que sucedió al acceso al poder de Hitler, primero como canciller de un gobierno nacionalista de derechas y más tarde, como presidente alemán, dictador tras la muerte de Hinderburg, uno de los hombres que aparece en esta obra como culpable por la ascensión del más excecrable dictador de la historia. En un informativo de cine, la noticia del nuevo gabinete encabezado por el líder nazi iba detrás de otras cinco historias. Nadie temía, nadie parecía prever que el pequeño e histriónico iluminado que enardecía a las masas con discursos inflamados de nacionalismo y populismo sería capaz de llevar a término sus ambiciones criminales. Ni siquiera por sus declaraciones públicas afirmando que, si llegaba al poder, no lo dejaría escapar. Ni la ideología repugnante que invade su Mein Kraft alertaron a nadie. 

Hitler ganó las elecciones de noviembre de 1930, pero no tenía opciones de gobernar. O tal parecía. Lo ocurrido en enero de 1931 fue más una intriga palaciega urdida por Franz von Papen, ex primer ministro alemán, y en la que entraron otros personajes igualmente siniestros que pasan a la historia por su ceguera y por haberle puesto en bandeja el poder a un fanático peligroso sólo por sus fobias, sus venganzas y sus intereses particulares. Von Papen fue nombrado canciller por mediación de Kurt von Schleicher, un militar influyente que quería manejar los hilos del gobierno de Von Papen mientras ocupaba el puesto de ministro de Defensa. Cuando, con la misma facilidad con la que le promovió como canciller, medró para destituirlo, Von Papen no le perdonó jamás la traición. Y comenzó a conspirar, con la inestimable colaboración de varios banqueros alemanes de la época, con Hitler. 

Pensar que podrían controlar al futuro dictador, que sería poco menos que una figura decorativa en el gobierno fue el gran autoengaño de Von Papen y el resto de políticos de derechas que pactaron con Hitler. En esta historia también jugaron su papel Alfred Hugenberg, líder de un partido nacionalista, el hijo del presidente, Oskar Hindenburg, y el clásico chaquetero que se arrimaba a sol que más calentaba, un político gris, Otto Meisner, que fue acercándose a quien gobernaba en cada momento. Pero también fue responsabilidad del presidente Hinderburg, que jamás debería haber nombrado al futuro caudillo canciller. Y de la parálisis de Schleicher, que hasta que fue demasiado tarde no comprendió la conspiración que se urdía para apartarlo, como canciller en funciones que era. En el libro se lee que Schleicher alcanzó su grado máximo de incompetencia cuando accedió al cargo de canciller. 

El autor de A treinta días del poder se rebela contra la lectura determinista de la llegada de los nazis al poder. Ese planteamiento según el cual, la crisis económica (la Gran Depresión), la hiperinflación, y las condiciones draconianas del Tratado de Versalles con el que se puso punto final a la I Guerra Mundial hacían inevitable el ascenso de Hitler es, afirma el autor, incompleto. Todos esos factores influyeron, sin duda,en el auge de los nazis. No se puede olvidar la incómoda verdad de que millones de alemanes votaron a un tipo infame, un fanático que tenía sus propias fuerzas de asalto y que, aunque se empeñara en ocultarlo en la parte previa a su ascenso al poder, quería destruir la república alemana e implantar un régimen autoritario. Pero eso no es todo. Fueron esas tramas de la élite política alemana de entonces, el hecho de que el futuro de aquel país dependiera de tan pocas personas, las que decidieron el ascenso del dictador al poder. Aceptar la visión determinista, destaca el autor, sería tanto como olvidar que hay responsables director del nombramiento de Hitler. 

La parte más polémica de la obra, ya al final,es aquella en la que el autor concluye que el mal menor para Alemania en aquellos inciertos días de 1931, con un parlamento dividido y sin mayorías claras, hubiera sido un régimen militar. En su opinión, este régimen se habría beneficiado de las mejoras económicas que se atribuyó Hitler, pero que se debían a políticas implantadas antes, y habría durado pocos años. Censura el autor de la obra a los políticos defensores a ultranza de la república de Weimar que no prestaron la debida atención al peligro de los nazis. Sin duda, es una conclusión polémica, que en todo caso no desluce el enorme trabajo de investigación de esta obra, que arroja luz sobre cómo llegó Hitler al poder. Por las urnas, sí. Pero no sólo. También con maquinaciones de despacho en las que él fue un actor pasivo que se aprovechó de la ambición, las manías y las venganzas de terceros. Responsables todos del más violento y detestable régimen de la historia. 

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