Piedralaves

Uno se siente cada día más urbanita, pero incluso desde esta posición, o precisamente por ello, también aprecio cada vez más la armonía y la paz que transmiten los pueblos y los espacios naturales paradisiacos. Es imposible no pensar siempre en pequeñas localidades sin atascos, bocinazos ni gritos, que allí debe de ser muy complicado sentir estrés. Rodeado de tanta pureza, de tanta perfección, de tanta sencillez. La contaminación acústica no existe. El ritmo ajetreado cambia por los paseos pausados y voces quedas. Los edificios inmensos de hormigón dejan paso a las pequeñas viviendas de dos alturas. Los bloques de ladrillo no aparecen, y a cambio hay hermosas casas con fachadas de piedra y vigas de madera. 

Pienso todo esto tras un sensacional fin de semana en Piedralaves, de Ávila, en inmejorable compañía. No escuchar más que los pájaros y no ver más allá del horizonte que monte y naturaleza. Sentirse en paz gracias al agua corriente que se escucha y se ve pasar. Saborear la vida en torno a una mesa, con un chuletón de Ávila de dimensiones asombrosas. Arreglar el mundo y debatir sobre lo humano y lo divino. Dejarse sorprender encontrando rincones encantadores. Paseas por calles empedradas y sentir paz, armonía, tranquilidad. Todo esto fue este fin de semana. Una forma de celebrar lo bueno de la vida, lo que le da sentido, lo que permite olvidar el día a día, la rutina y los problemas. 

Piedralaves está situado en pleno valle del Tiétar, río que nace en la sierra de Gredos. Esta espléndida localicad abulense está rodeada de montaña. Se respira aire fresco procedente de la sierra. Naturaleza. Hay una ruta preciosa en torno a la presa de agua construida al final del pasado siglo. Uno de esos paisajes idílicos, con verdor hermoso y naturaleza, donde bien podría detenerse el tiempo y todo resulta perfecto, inmejorable. La tranquilidad. El silencio. Esa sensación de estar entrando en un paraíso inexplorado, en un lugar puro, no contaminado por la acción humana. Un espacio a preservar. Una vía de escape de la estruendosa ciudad. 

Además de su precioso marco natural, en el valle, abrazado por la sierra de Gredos, Piedralaves tiene el encanto de esos pueblos que mantienen su esencia. Las calles estrechas y empedradas. Las ermitas. Las fuentes. Las piscinas naturales. Los rincones idílicos en el que el paso del Tiétar regala por sorpresa una estampa de fotografía, un rincón fabuloso de esos que bien puede uno grabar en la memoria y recordar cada vez que necesite pensar en un espacio que le transmita paz y serenidad. Es un pueblo más bien grande, o no pequeño, y que tiene toda clase de servicios, pero sin haber perdido su encanto rural. 

También se come bien. Muy bien. Por supuesto, el tapeo y la comida tradicional. Obligado degustar un chuletón de Ávila. Pero también comida más cosmopolita. Uno de esos rincones sorprendentes que alberga Piedralaves, un oasis dentro del gran oasis que es en sí este pueblo, es La Canela, que es un hotel y restaurante encantador. Ofrece un menú degustación que combina la cocina mediterránea con la asiática. Una sucesión interminable de platos exquisitos con toda clase de verduras, algas y demás productos de distinta procedencia. Las vistas sin insuperables, insertado como está este espacio en la sierra de Gredos. Una visita obligada, peculiar, distinta. 

Lo que atrapa de los lugares es, en buena medida, lo que se vive en ellos. Hay paisajes de una belleza abrumadora, pueblos con un encanto adorable. Pero es, sobre todo, lo que se experimentaba y se goza en esos sitios lo que los convierte en especiales. La compañía de buenos amigos, la excelente guía de una de ellas, y ese charlas con calma y confianza de todo, sin duda, elevan aún más el aprecio por una localidad, Piedralaves, encantadora, que entra ya en mi cartografía sentimental. 

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