Una mañana en el Prado

Fue la de ayer una de esas mañanas espléndidas en las que Madrid no puede lucir más hermosa. Vitalista, luminosa, frenética. Una ciudad con vida, repleta de actividad, una invitación a disfrutar del sol, a dejarse tentar por los mil y un encantos de la capital. Y el azul. Ese azul del cielo de Madrid, que es totalmente diferente a cualquier otro. Una tonalidad intensa, especial, distinta, que sirve de fondo perfecto en la Sala de las Musas, una de las más fabulosas de la última remodelación del Museo del Prado. Cristina de Suecia adquirió estas fabulosas esculturas clásicas, que datan del siglo II después de Cristo y fueron halladas en el año 1500 en el Teatro de la Academia de la villa del emperador Adriano. El simbolismo de cadas musa. Su expresividad. La hermosura de las tallas. Y la grandiosidad de la sala ovalada, con un intenso color rojo.

El motivo de la visita al Prado era disfrutar de dos de las exposiciones temporales que alberga la pinacoteca, pero resulta imposible no recorrer otros espacios o buscar obras de esas con las que aprendimos a admirar el arte, cuadros tan representativos como Las meninas, de Velázquez, o el siempre sobrecogedor e impactante Los fusilamientos del 3 de mayo, de Francisco de Goya. Pocos pintores han reflejado tan bien el horror de la guerra como el artista aragonés, Sus pinturas negras retratan con enorme precisión el espanto de la guerra, de la sinrazón. Y, claro, su Duelo a garrotazos sigue siendo el perfecto símbolo del cainismo ciego y fanático de este país. 

Creo que, en el fondo, no valoramos lo suficiente los madrileños la inmensa suerte de vivir en esta ciudad, en general, y de tener tan cerca, tan a mano, una de las mejores pinacotecas del mundo, en particular. Alberga el Prado tantas joyas que resulta inabarcable. No ya en una mañana sino en un día entero que se pasara uno recorriendo sus salas, la historia del arte, la apabullante exposición de tantos genios de España y otros países. Un recorrido artístico y pictórico por la historia de nuestro país y de toda Europa. Una sucesión de joyas al alcance de la mano, un rincón majestuoso que invita a ser explorado una y otra vez. Siempre sorprende. Siempre se fija el visitante en algún detalle distinto. Y, a la vez, se descubre visitando las salas o las obras favoritas, aquellas que tanto transmiten. Las más reconocidas, o aquellas algo más recónditas que asombran y cautivan. 

Esas dos exposiciones temporales que quería visitar ayer en el Prado, aunque terminé recorriendo muchas otras salas del museo, como he terminado en el artículo disgregando sobre la colección permanente de la pinacoteca, son Solidez y Belleza, de Miguel Blay, y Georges de La Tour en el Museo del Prado. La primera rinde homenaje en el 150 aniversario de su nacimiento al escultor español Miguel Blay. El museo expone las obras que posee de este genial artista, formado sobre todo en París. Son pocas esculturas, es una muestra pequeña, pero fabulosa. Fascina la tensión que transmite Eclosión, descrita como el primer roce entre dos enamorados. 

Aquella escultura, al igual que las otras expuestas en el Prado, recogen el ideal de su trabajo tal y como lo definió Blay, y que da título a la muestra: "Solidez y belleza. He aquí, en dos vocablos, expresado todo el ideal que encierra el programa que ha de cumplir un escultor". Destaca también Miguelito, busto de su hijo, fallecido de niño, algo que marcó al artista. Y la símbolica Al ideal, en escayola. También se pueden observar dibujos del artista, así como una agenda personal donde Blay apuntaba sus actos y compromisos.

Otra de las exposiciones temporales que exhibe el Prado está dedicada al pintor francés Georges de La Tour. En sus obras sobresale el tratamiento de la luz. Son particularmente brillantes sus cuadros en penumbra, nocturnos, o a la luz de una vela. La maestría con la que juega con la iluminación de los personajes retratados, la presencia de puntos de luz en las obras. Son extraordinarias esas obras en las que se difumina la luz. Intensa en aquellos rostros u objetos más cercanos a las velas, oscuras, en los más lejanos. Vivió La Tour un periodo relevante de la región francesa de Lorena, de crisis política y humanitaria por la peste. Y el autor muestra interés en algunas de sus obras en la situación de miseria en la que vivían no pocos conciudadanos. 

El otro gran punto de interés de su trabajo es que, si bien en parte de sus obras retrata a personajes icónicos de la religión católica (los apóstoles, María Magdalena, la sagrada familia...), le da siempre un toque humano. No aparecen aureolas ni otros símbolos de divinad. Uno de sus cuadros retrata a la virgen María, su madre y el niño Jesús. Una escena cotidiana, que más representa a una abuela y madre junto a un recién nacido que ninguna imagen bíblica. También retrata La Tour con frecuencia a músicos callejeros o a pícaros en partidas de cartas. Se inspira, pues, en historias y personajes bíblicos, pero no pierde el contacto con la realidad que le rodea, de modo que su obra termina siendo más bien laica. La maestría de sus pinturas, sobre todo las nocturnas, las que captan con tanta calidad las franjas oscuras frente a las iluminadas, bien merece una visita al Prado estos días.  

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