La punta del iceberg

Hoy, 1 de mayo, Día del Trabajo, es una jornada estupenda para acercarse al cine a ver La punta del icerberg, ópera prima de David Cánovas inspirada en la obra de teatro homónima de Antonio Tabares. El origen de este día reivindicativo que se celebra en todo el mundo el primer día de mayo fue la lucha por la jornada laboral de ocho horas. Y, entre las aberraciones, abusos de poder y excesos en una empresa que lleva a pantalla este filme, están precisamente las jornadas laborales interminables.
"¿Qué español no trabaja más horas de las que aparecen en su contrato?" Es una de las (muchas) frases de la película con la que cualquier trabajador hoy en día se puede sentir fácilmente identificado en esta cinta no perfecta, pero sí notable en muchos aspectos, y sobresaliente en otros, con la virtud del realismo, de la precisión y la contención en la historia narrada, del buen cine que da conversación, genera debate y no deja indiferente.

El trabajo, o de la falta de él (Los lunes al sol), ha sido varias veces llevado al cine. Pocas, me da la impresión. Sobre todo en este tiempo (se habla de Tiempos modernos, de Chaplin, en la cinta). Hay pocas cintas hoy en día sobre el mundo laboral. O esa impresión tengo, al menos. Quizá el antecedente más claro en el cine español sea El método (basada en El método Grönholm), que al igual que esta cinta, nació como una obra de teatro y después fue llevada al cine. No sé si puede tomar por norma, pero estos dos casos reflejan quizá la mayor cercanía del mundo del teatro con lo que ocurre en el día a día de los ciudadanos, con las penurias cotidianas. Quizá por una cuestión de recursos, tal vez porque, por definición, por su propia naturaleza, el teatro tiene un espíritu crítico más marcado, resulta más frecuente encontrar obras sociales en las tablas que en los carteles de estrenos de los cines. Y lo cierto es que las condiciones laborales abusivas es algo con lo que millones de espectadores pueden verse reflejados. Es uno de los grandes logros de este filme. Cuenta una historia particular, inventada, aunque tan realista en no pocos aspectos que aterra. Y consigue conectar con un público que también sufre las jornadas interminables de trabajo, la competitividad extrema, la jerarquía de los objetivos y los resultados por encima del bienestar de las personas. Como si hubiéramos venido al mundo a producir y no a intentar ser felices, o sencillamente a vivir.

En La punta del iceberg, una descomunal Maribel Verdú que vuelve a salirse en esta cinta con un trabajo colosal, da vida a Sofía Cuevas, una fría y meticulosa alta ejecutiva de una compañía que recibe el encargo de investigar qué sucede en una de las plantas de la empresa, donde tres trabajadores se han suicidado con unas pocas semanas de diferencia. Un suceso muy real. No hay que remontarse mucho en el tiempo para encontrar casos similares en las noticias. La empresa quiera lavar los trapos sucios en casa, sin hacer mucho ruido. El encargo a Sofía Cuevas no es tanto descubrir qué sucede allí y ponerle remedio, sino hacer ver que se hace algo, que de verdad se sienten esas pérdidas. De fondo, la sospecha de que los métodos inhumanos impuestos por el responsable de la planta, un sublime Fernando Cayo, estén detrás de sus suicidios. Pero el jefe, vaya por dios, ha logrado disparar la productividad de la empresa. Así que es intocable. Con suicidios y todo.

Cuando al comienzo del filme le encargan a la protagonista indagar sobre lo que ocurre en esa planta, ella dice que no es de recursos humanos, que las relaciones personales no son lo suyo. "Precisamente por ello eres la indicada para este trabajo", le responden. Acierta a retratar bien la película la exigencia enfermiza en no pocas empresas. Las jornadas de 12 horas. La ausencia de vida más allá de la oficina. La impostura de traje y corbata. La fingida perfección. La competitividad extrema. La falta de humanidad. El reconocimiento al más insensible de los jefes, porque importa la evolución en Bolsa de la compañía y los proyectos que salen adelante, no el peaje de estrés, desgaste y renuncias personales que deben pagar por ello los empleados. "Me pone el capitalismo", dice un protagonista del filme en un momento de la película. Y un poco de eso va también la cinta. De aquellos a quienes les pone el capitalismo, quienes comprenden este juego de dar la vida por un trabajo, frente a los que descubren, quizá ya tarde, que "ningún trabajo merece dejarse la piel por él. Primero, porque te vendes muy barato. Y segundo, porque terminas vendiendo a los demás".

Del todo vale. Del pisar cabezas para lograr un despacho más amplio y una nómina más generosa. Del mirar hacia otro lado y tolerar insultos, prácticas abusivas y presiones si eso da resultados. Del choque entre el idealismo y los principios con la gris realidad. "Eso que tienes en la cabeza, no existe", espeta en un momento del filme el jefe sin escrúpulos, cuando se le sugieren mejoras laborales a sus empleados, simple humanidad. "Pues debería", le responde su interlocutora. Pese a lo que pueda parecer, la cinta es cualquier cosa menos un panfleto o una aproximación simplista al mundo laboral. Todos los personajes, incluso los más grises y desagradables, tienen sus aristas. Y es de agradecer. Es una cinta inteligente. Una historia dura muy bien contada. Y una reflexión necesaria sobre el mundo laboral. Porque, sí, el 1 de mayo tiene su origen en la reivindicación de las jornadas laborales de ocho horas. ¿Qué empleado que tenga un contrato de ocho horas la día trabaja realmente esas ocho horas?

La película destaca por su guión más que correcto, por el modo en el que se narra la historia, sin recrearse más de lo necesario en los suicidios (aunque algunas escenas quizá aportan poco, si bien pretenden mostrar el impacto que causa esta situación en la protagonista). Incluso, con toques de humor negro que, a la vez, rebajan la intensidad del drama y sirven para ver cómo no pocos trabajadores de la planta donde se suceden los suicidios frivolizan con su extenuante jornada laboral y sus condiciones de trabajo enfermizas. Y, por supuesto, la película sobresale por las soberbias interpretaciones de buena parte de su elenco. Maribel Verdú es un prodigio de actriz, y aquí convence en cada plano. Consigue lo que logran sólo los más grandes intérpretes, que no veamos a Maribel Verdú luciéndose una vez más, bordando un papel complejo, sino que veamos directamente a Sofía Cuevas enfrentándose a un encargo delicado y muy intenso emocionalmente. Fernando Cayo, siempre solvente, está perfecto como jefe de la planta de la alta productividad y elevada tasa de suicidio. Lo de Carmelo Gómez en el papel de representante sindical es extraordinario, colosal en cada escena. Sólo por la lección interpretativa magistral que ofrece el elenco de La punta del icerberg, vale la pena pagar la entrada. Pero es que además es una película necesaria y muy notable. Magnífica para celebrar el Día del Trabajo. 

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