Reina Juana

La historia de España está repleta de personajes fascinantes, pero quizá ninguno tan complejo, apasionante y probablemente mal entendido como el de Juana de Castilla, hija de las Reyes Católicos, y Juana la loca para la historia. Vivió más de cuatro décadas encerrada, por su padre y por su hijo. Olvidada. Menospreciada. Utilizada. Siendo casi una niña se le ordenó casarse con el archiduque de Austria, Felipe el hermoso. Es enviada a Flandes, un país desconocido, un idioma que desconoce. Se enamora perdidamente de su esposo, pero la dicha dura poco. Presa de los celos y los desprecios, desinteresada por los asuntos de Estado, por las rencillas y las batallas por el poder, Juana pasa a ser víctima de su entorno. Siempre lo fue, en realidad. Por razones de Estado se casa con quien no conoce, y en esa orden de sus padres llega su bendición y su condena. Fernando el católico, inspirador de El Príncipe de Maquiavelo, ordena su encierro. Y allí, en Tordesillas, olvidada por todos y desgarrada, muere años después, no sin antes ser tentada por los comuneros para gobernar Castilla y recuperar el poder. 
Es una vida fascinante, y los historiadores no se ponen de acuerdo sobre la cordura o no de Juana. Entonces, parece claro, a muchos les resultó útil atribuirle la locura, aunque tal vez en realidad lo que ocurrió es que ella nunca quiso participar en el mundo de los cuerdos. Reina Juana, obra de Ernesto Caballero dirigida por Gerardo Vera, lleva a escena la vida de esta apasionada mujer, loca de amor para la tradición romántica, víctima de las luchas de poder. Mujer adelantada a su tiempo que jamás deseó esas altas responsabilidades de Estado que le tocaron por ser hija de quien era. Poco religiosa. Deslumbrada por Flandes, su colorido, sus músicas, su alegría. Sensible. Y perdidamente enamorada de su marido.

 El texto es fabuloso, pura poesía. Hora y media de apasionado alegato, de confesión de la reina Juana ante Francisco de Borja, enviado a su encierro en Tordesillas por Felipe II, nieto de Juana, para dirimir si su abuela es atea o, peor aún, luterana. Y dando vida a la reina legítima de Castilla, a la mujer herida y maltratada, por los suyos y quizá también por la historia, una deslumbrante Concha Velasco. Un papel así es un caramelo para cualquier actriz. Pero no puede cualquier actriz defender una obra tan intensa como esta, con semejante poderío, con tan impactante dominio escénico, con la solvencia asombrosa con la que lo hace Velasco

Escuchamos y sentimos a Juana a través de la actriz, que lleva décadas actuando, dando vida a otras personas, combinando obras populares con otras más elevadas o cultas, si sirve de algo esta diferencia. Cautivando con su convicción, adueñándose de sus personajes, llenándolos de vida. Escuchamos y vemos a Juana, sí. La vemos temerosa en Laredo, a punto de partir hacia Flandes. Feliz a su llegada y entregada a su esposo. Apasionada al descubrir la batalla de dos cuerpos entregados en el lecho. Cegada por los celos. Maltratada. Rota de dolor por la muerte de su marido, ordenada al parecer por su padre. Enloquecida cuando sus padres, los Reyes Católicos, la apartan del lado de Felipe. Entristecida por la suerte corrida por los "indignados y valerosos comuneros", que se pusieron a su servicio e intentaron que ella regresara al poder, encabezando las revueltas contra su propio hijo, Carlos el emperador. 

Descreída del mundo de los cuerdos y del poder, que todo lo destruye, que convierte en monstruos a los seres humanos, Juana repasa su vida. Defiende, por ejemplo, que "nada ni nadie debería gobernarse sin amor". Alaba la música, el baile, la diversión. Mujer adelantada a su tiempo y atrapada por las ansias de poder de quienes la rodean, algo que ella no puede entender. Asiste a desgracias relacionadas, precisamente, con esas poderosas razones de Estado. Las que la apartan de sus padres siendo una adolescente. Las que encienden en los ojos de su bello marido la ira, las ansias de poder. Las que hacen que su padre no conceda a los sentimientos ninguna oportunidad, pues el Estado está por encima de todo. Las que le arrebatan de brazos de Felipe. Las que le mantienen encerrada durante décadas en Tordesillas. 

Con una escenografía sencilla y efectos especiales que muestran retratos de protagonistas de la vida de Juana o recrean distintos escenarios de su época, Concha Velasco paladea un texto lírico, exquisito, cuidado. Y lo transmite con enorme energía. Llena el escenario. Es un portento. Acaba ella rota, entregada a Juana, exhausta. Igual que todo el público de la sala San Juan de la Cruz del Teatro de la Abadía, reflexionando sobre el dolor de esa mujer maltratada, mal comprendida, que nació en el tiempo equivocado, que vivió con pasión y no atendió a las responsabilidades debidas, porque las consideraba crueles, porque no le aportaban más que dolor y sufrimiento. Entre los asistentes, que se pusieron en pie nada más terminar la obra, estaba José María Pou, a quien Velasco se dirigió con palabras de cariño. Fue una noche especial en el teatro, mostrando el poder de la palabra y reivindicando una de las figuras más apasionantes de la historia de España. 

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