Café Society

"Dos entradas para la de Woody Allen", pedía ayer en la taquilla de los cines Renoir Princesa de Madrid un hombre. En efecto, Café Society es, en primer lugar, la última de Woody Allen. El cine del genio neoyorquino es como el hogar de un buen amigo donde hemos disfrutado mucho, un lugar donde nos sentimos cómodos. El jazz, los chistes de judíos, los diálogos hilarantes, la visión existencialista y algo trágica de la vida, la ligereza para ir sobrellevando nuestro paso por el mundo, el amor como motor de las acciones humanas. Escuchamos en la cinta que "la vida parece una comedia escrita por un sádico" y es como si Allen estuviera tras la pantalla guiñándonos el ojo. Y todos contentos. Nos reconocemos en esta casa cinematográfica. Estamos a gusto. Y no queremos irnos de allí. Allen es el amigo a cuya llamada acudimos siempre, independientemente de lo que tenga que contarnos. Se ha ganado esa confianza ciega. Y nunca defrauda. 

La filmografía del autor de Misterioso asesinato en Manhattan, Annie Hall o Match Point es, a la vez, su gran aliado y su gran enemigo. Aliado, por supuesto, porque son tantas las obras maestras que ha rodado y es tan brillante y única su mirada, que a muchos nos tiene ganados desde hace tiempo. E incluso le perdonamos que en los últimos años vaya un poco con el piloto automático, o que no tenga nada realmente nuevo que ofrecernos, dando vueltas una y otra vez sobre los mismos temas, volviendo a escenarios similares, a tramas parecidas. Qué más da. Nos sigue valiendo. Nos sigue pareciendo de lo más ingenioso que podemos ver en una pantalla de cine.  Su extraordinaria trayectoria es también su mayor enemigo porque resulta imposible no hacer comparaciones con sus mejores películas. Allen es tan grande, ha regalado tantas joyas, que inevitablemente algunas de sus últimas películas están lejos de la maestría de aquellas. Pero, insisto, poco importa. 


En Café Society, Allen viaja al pasado, al Estados Unidos de los años 30. que recrea con esa intensa nostalgia por una época que sólo puede sentir quien no ha vivido aquel tiempo. Jesse Eisenberg, quien ya trabajó con el genio neyorquino en la ligera pero lúcida e inteligente A Roma con amor, vuelve a ponerse a las órdenes de Allen, a ser su trasunto en pantalla. Da vida a Bobby, quien viaja de Nueva York a Hollywood para buscar abrirse hueco en la meca del cine, bajo el cobijo de su tío Phill (Steve Carrell), productor y agente. Eisenberg es un joven que nunca había salido de su ciudad, que asiste deslumbrado a esas fiestas brillantes, aunque más bien huecas, del mundo del cine. Es algo cándido e inocente. "Como un ciervo a punto de ser atropellado", le dice Vonnie (Kristen  Stewart), como un halago peculiar, muy propio del cine de Allen. Vonnie es la secretaria de su tío, de la que Bobby se enamora perdidamente.  

Comienza entonces una historia de amor compleja, enrevesada, con muchas aristas. Una historia de amor, a secas. Ninguna hay sencilla, en línea recta, sin complicaciones. Es una cinta romántica, sí. También muy melancólica, pero con chispazos de humor del mejor Allen (la escena de Bobby con una prostituta novata es inconmensurable). De la mano de Bobby conocemos el Hollywood de los años 30 y también los locales neoyorquinos donde conviven gánsters, estrellas de cine y políticos. La película es entretenida, más ligera y divertida que reflexiva. Combina bien el director esa dualidad que define su obra. De un lado, los diálogos hilarantes, la comedia, el divertimento; del otro, su visión filosófica y derrotista de la vida, ese punto más reflexivo. Aquí la balanza se inclina del primer lado, pero también con concesiones al segundo. 

Allen parece algo más autocomplaciente. Sigue pensando que la vida es efímera y la existencia no tiene demasiado sentido, pero lo afronta con sentido del humor, parece decidido a abrazar ese sinsentido y disfrutar mientras estemos aquí. "Vive cada día como si fuera el último, y un día acertarás", escuchamos en el film. No faltan las bromas sobre la religión (especialmente, como siempre, la judía), ni sobre los grandes sentimientos que no desaparecen nunca. Si Irrational man, la cinta que Allen estrenó el año pasado, fue la más filosófica y pesimista de sus últimas cintas, Café Society es la más romántica. Con una fotografía bellísima y la buena música ("¿a quién no le gusta el jazz?"), avanza la historia con ese talento excelso del cineasta neoyorquino, quizá la mejor de sus últimas creaciones desde la exquisita Midnight in Paris

Qué diríamos de esta película si no la hubiera rodado Allen. O mejor, qué diríamos si viviéramos en otro planeta y no supiéramos de la existencia de este genio. Nunca se sabe, pero creo que alabaríamos la inteligencia de sus diálogos, sus escenas cómicas, la visión entre ilusionante y melancólica de la vida, esa hermosa y complicada historia de amor, la recreación de un tiempo pasado que despierta fascinación, aunque no estaba carente de horrores (la mafia eliminando de un tiro a quien se cruzara en su camino sin contemplaciones). Destacaríamos, en fin, que que es una película muy agradable de ver, recomendable sin reserva alguna. 

Como, además, sabemos que es de Woody Allen, nos seguimos maravillando porque el cineasta continúe rodando una película cada año, a sus 80 años, porque haga películas como quien hace cualquier rutina que no requiriera el más mínimo esfuerzo. Allen siempre dice que es perezoso rodando, que por eso incluye tantos planos secuencia largos, y que su trabajo como director consiste en elegir buenos actores y dejarse llevar. Aquí vuelve a lograr una gran interpretación Jesse Eisenberg, y también sorprende, porque la fama que le precedía no era particularmente halagüeña, Kristen Stewart. También dice Allen que él nunca vuelve a ver sus películas. Las termina, las estrena y empieza  a pensar en la siguiente historia. Nosotros sí volvemos a visitar sus cintas y todas, incluida la menos brillante, la más rutinaria, nos siguen atrapando. Por eso seguimos respondiendo cada año a la llamada de este buen amigo. Nunca nos decepciona. 

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