El ciudadano ilustre

El comienzo de El ciudadano ilustre es uno de los más brillantes y lúcidos que recuerdo en el cine en mucho tiempo. Un escritor argentino que está  a punto de recibir el Nobel de literatura escucha tras el ampuloso escenario los elogios a su carrera. Lo hace contrariado, disgustado, abrumado, con las manos en la cara. Más parece que decepcionado que feliz. Cuando le llaman al escenario, ofrece un discurso impresionante. Dice que el galardón supone, de facto, el final de su carrera como escritor, pues la labor de un creador ha de ser siempre remover, agitar. Y ahora sus obras gustan a académicos, especialistas y hasta reyes. El premio termina por institucionalizarlo. Ya es un escritor oficial, acomodado, de canapés y cenas de gala. 

El público, incluidos los monarcas de Suecia, no sabe bien si aplaudir al escritor. Es un comienzo memorable. Un inicio arriesgado para una película, pues por un lado engancha al espectador desde el minuto uno, pero el otro eleva mucho el listón del filme. Es un reto mantener el nivel. La cinta, dirigida por Gastón Dufrat y Mariano Cohn, no decae, lo cual es un auténtico prodigio, pues implica mantener el tono ácido, lúcido y reflexivo de ese discurso de aceptación del Nobel. La historia da entonces un salto de cinco años y vemos al flamante premio Nobel, interpretado con maestría por un Óscar Martínez de otro planeta, repasando compromisos con su secretaria en un chalet de lujo en Barcelona. Desde que recibió el galardón más reconocido del mundo está falto de inspiración. No escribe, porque no tiene nada que contar, ni tiempo para hacerlo. Las conferencias en universidades internacionales, las charlas, los eventos institucionales, no le ofrecen argumentos para sus obras, centradas en el mundo de su ciudad natal, de la que se marchó con veinte años y a donde nunca ha regresado. Entonces, recibe una invitación de su esa pequeña localidad, para ser nombrado ciudadano ilustre. Y vuelve, probablemente en busca de inspiración, quizá también presa de la nostalgia. 


La película está estructurada por capítulos, como una novela. El escritor acude a su pueblo con interés, complacido. Vuelve al lugar del que, según dice en un momento del filme, lleva huyendo toda la vida, de donde sus personajes no pudieron escapar y a donde él no consiguió volver. Planteado así, la película podría dar la sensación de ser una historia tierna, sensible, de regreso amable a los orígenes. Pero no es nada de eso. Pronto comprende el espectador que la película será una explicación clara del sentido de la frase hecha "nadie es profeta en su tierra". Es una sátira, una película que empuja a la autocrítica, nada cómoda por ello para el espectador, que en uno u otro momento termina siendo impelido y zarandeado. 

No tengo claro que El ciudadano ilustre sea una comedia. Si aceptamos que lo es, debemos apresurarnos a añadir después adjetivos. El primero, ácido. Lúcido e inteligente, acto seguido. El gran mérito del filme, uno de los mejores que he visto este año, es que en ningún momento cae en la complacencia y en el conformismo que crítica. Su planteamiento es valiente, va mucho más allá de plantear situaciones cómicas e hilarantes, que también. No es una comedia que hace reír, o no sólo. Es, fundamentalmente, una comedia que congela la sonrisa, que invita más a la reflexión que a la carcajada insustancial y fugaz. El protagonista del filme lamenta haber terminado siendo una voz cómoda para reyes y académicos, ser una suerte de referente mundial, adocenado, tras recibir el Nobel. Porque él entiende la literatura de otro modo. Escribe, le escuchamos decir, quien no se conforma con la realidad tal cual es. Quien necesita algo más. Quien precisa de fabulaciones e historias nuevas. Quien es inconformista. Y es esa actitud, la que a ojos del protagonista del filme debe tener toda representación artística, la que reina en esta película argentina de comienzo a fin. 

La película incluye críticas a todo. Es lo opuesto a la complacencia que denuncia. Por supuesto, al propio mercado editorial, con las inteligentes reflexiones sobre los autores oficiales, los que no incomodan a nadie, los que llevan vidas acomodadas y, en el fondo, no plantean historias rompedoras, porque no tienen el menor interés con romper con nada, a ellos les va muy bien con el status quo actual. Crítica a la sociedad actual, a tantas personas que se regodean en su ignorancia, que viven de espaldas a la literatura, que no tienen el menor interés por lo que se escribe, por cambiar, por crecer como personas, por acercarse a esos mundos que crean seres inconformistas. Es una historia local, que supongo que no sentará bien a todo el mundo en Argentina, porque es muy autocrítica. Aunque es cierto que la película capta la idiosincrasia argentina, a la vez es una historia universal. Funcionaría a la perfección si en lugar de ser un escritor argentino emigrado en su juventud a Europa fuera un autor de otra parte del mundo, porque los temas que aborda son universales. 

La cinta es también muy crítica con la política. Hay muchas escenas deslumbrantes en esta película, pero si tuviera que elegir una probablemente me quedaría con aquella en la que el escritor afea al alcalde de su ciudad natal llenarse la boca con la palabra cultura, nombrarla en vano. Cuenta entonces que había una tribu en África en cuyo idioma no existía la palabra "libertad", sencillamente porque eran libres. "La cultura es indestructible. No es bueno presentarla como algo débil que debe ser protegido o promovido por las autoridades. Siempre que oigo a alguien hablar de cultura, lo hacen las personas más ignorantes e incultas que conozco. Yo, desde luego, nunca la utilizo", viene a decir. Brillante. Lúcido. Exquisito. Cuántos políticos incultos que no pisan un teatro ni abren un libro ni a tiros son retratados con precisión en esta escena. 

Hay ligeros atisbos de ternura en el filme. Sobre todo, a través de la figura del empleado del hotel donde se hospeda el escritor, que es un joven tímido con unos cuentos guardados, que anhela ser escritor, seguir el camino del protagonista. Pero el tono ácido se va adueñando de la película, a medida que se va vaciando la sala donde el flamante Nobel y ciudadano ilustre imparte charlas en su pueblo. La novedad inicial y el orgullo algo simple, sólo porque él nació allí, aunque se fue a los 20 años y, en realidad, es ya para todos sus antiguos vecinos un desconocido, da paso a la envidia, el resentimiento y el atavismo. 

Hay multitud de reflexiones interesantes sobre la literatura, como aquella en la que el protagonista explica que poco importa la ideología o el comportamiento de un autor, sólo su obra. Asistimos en el filme al contraste entre el mundo rural y el urbano, entre la élite cultural y quien no tiene hueco en su vida para el arte o la literatura, entre el que huyó de su tierra y quienes siguen allí. La película, totalmente ficticia, me recordó a un libro, totalmente real, Para acabar con Eddy Bellegueule, en el que Édouard Louis, el Eddy Bellegueule del título, narra su infancia infeliz en un pueblo atrasado donde él era un niño raro por mostrar más intereses por las novelas que por la pelota de fútbol. Él se salvó gracias a la literatura y su primera obra cuenta, precisamente, historias de su ciudad natal, como las del autor ficticio de El ciudadano ilustre. La cinta argentina, brillante, termina con una aseveración categórica: "la realidad no existe. No hay hechos sólo interpretaciones. Lo que conocemos como verdad son sólo las interpretaciones que se han impuesto". Entre el nihilismo y el sano escepticismo. Un desenlace genial para un filme sublime. 

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