El mal gusto y la libertad de expresión

El dúo de humoristas Tip y Coll hizo un chiste sobre Carrero Blanco y el atentado que le costó la vida en un libro publicado en 1984. Suerte que entonces la Fiscalía de la muy joven democracia española no se parecía demasiado a la actual, porque si no la cómica pareja habría sido acusada de humillación a las víctimas del terrorismo o, ya puestos, de enaltecimiento del terrorismo. Entonces, hace 33 años, era posible hacer chistes de este tipo. Hoy, no. Cassandra Vera, una joven de 21 años, fue condenada ayer a un año por 13 tuits sobre Carrero Blanco, asesinado por la banda terrorista ETA 30 años antes de que ella naciera. Que sus comentarios en Twitter muestren un radicalismo político inmenso y un sectarismo paupérrimo, como, en efecto, hacen, tampoco la convierten, obviamente,  en alguien que merezca ser condenado por ello. 


Sus chistes eran de muy mal gusto, sin duda. Hacer bromas sobre un atentado terrorista (magnicidio, más bien), incluso al margen de que quien lo sufriera fuera presidente de un régimen dictatorial, no es nada edificante. Son chistes zafios y ofensivos. Pero eso no debería convertirlos en delito. Si todo lo que ofendiera a alguien fuera un delito, no habría espacio en España para construir todas las cárceles necesarias para acoger a tanto delincuente. Entre otras cosas, porque cada cual tiene un grado de sensibilidad, no todo el mundo tiene la piel igual de fina. Es razonable que las víctimas del terrorismo tengan una especial protección y, desde luego, carece de sentido la propuesta de Podemos de eliminar el delito de enaltecimiento del terrorismo, porque una sociedad democrática debe combatir los discursos que inciten al odio. Pero aquí hablamos de otra cosa. De chascarrillos sin gracia y de mal gusto, pero nada más. 

En este caso concreto chirría, para empezar, la desmesura de la condena. Un año de prisión. Al no tener antecedentes, la joven no tendrá que estar en la cárcel. Pero la sentencia le hace perder una beca de estudios. Todo, por 13 tuits, que han recibido más condena, por ejemplo, que la infanta Cristina por ser propietaria al 50% de una sociedad que sirvió a su marido para blanquear dinero. 13 tuits ofensivos, desagradables, zafios y propios de un pensamiento político sectario, sí, pero 13 malditos tuits. Es una condena desproporcionada, sobre todo, si se tiene en cuenta que la propia familia de Carrero Blanco pidió que se absolviera a la joven. Es decir, se condena a Cassandra Vera por un delito de humillación a las víctimas del terrorismo, pero los familiares de la víctima mencionada no se sintieron ofendidos, como en su día no se sintió ofendida Irene Villa por los repugnantes y miserables (pero no delictivos) chistes sobre ella que compartió en Twitter el concejal madrileño Guillermo Zapata. 

Da la sensación, además, de que hay víctimas de distintas clases. No parece que la Justicia muestre la misma sensibilidad con las ofensas a las víctimas del franquismo, por ejemplo, que con las ofensas a un máximo mandatario de ese régimen dictatorial. Cuestión esta que, al igual que la defensa de la libertad de expresión y la alarma por los excesos de la Fiscalía, no debería ser ideológica. No se trata de reavivar el cansino e insoportable debate de las dos Españas, rojos y azules, izquierda y derecha. No va de eso. No puede ir de eso. Va de que la libertad de expresión se pone a prueba, fundamentalmente, cuando alguien dice algo que no nos gusta, incluso que nos ofende profundamente. ¿Para qué, si no, serviría? ¿Qué valor tendría?  

Por cierto, la condena ha hecho que los 13 tuits tengan una difusión inmensamente superior a la que tuvieron en su día, así que parece que el empeño por proteger a los familiares del expresidente de gobierno franquista no ha surtido el efecto deseado. 

Todos tenemos contradicciones, sin duda. Y a veces nos cuesta aceptar como ejercicio de libertad de expresión ciertas actitudes que consideramos intolerables, las que nos duelen, las que nos afectan. Y es entonces cuando debemos hacer un esfuerzo por aceptar que no todo lo que nos moleste o desagrade puede ser delito. Ocurrió algo similar con la surrealista condena a los titiriteros que, en una función, exhibieron una pancarta que alguien con escasa comprensión lectora interpretó como enaltecimiento del terrorismo. Comparto más bien poco con las ideas de los titiriteros y probablemente su espectáculo me desagradaría. Pero tiendo a no pedir que metan en la cárcel a todo aquel que haga o diga algo que me disgusta. El debate obligado por el muy peligroso precedente que crea este sentencia a Casandra Vera debería plantearse, para variar por una vez en España, en términos que se alejaran del sectarismo habitual. No es preciso ser de extrema izquierda para sostener que esta condena es desproporcionada e inquietante y, desde luego, opinar así no convierte a uno en simpatizante de ETA. No es necesario jalear estos chistes de mal gusto, ni reírse con ellos, para defender que quien los compartió en redes sociales no sea condenado por ello. 

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