Hedi, un viento de libertad

Tradición frente a modernidad, lo que se supone que uno debe ser frente a lo que quiere ser de verdad, lo que se hace por obligación o por convenciones frente a lo que se siente, el amor convenido frente a la pasión desbordada, la rutina frente a la posibilidad de una vida distinta, las obligaciones de lo cotidiano frente a los anhelos y los sueños que conducen la vida, la religión opresora y asfixiante frente a la libertad y la ligereza de la piel y las sensaciones, las caras serias frente a las sonrisas, la acomodada pero controladora dependencia frente a la sugerente pero peligrosa independencia, el camino perfectamente trazado o las vías nuevas que surgen a tu paso... Es el dilema al que se enfrenta Hedi, el protagonista de la primera película como director del tunecino Mohamed Ben Attia. Y es también el dilema al que el ser humano se ha enfrentado desde el principio de los tiempos. El ser humano y los pueblos, pues es muy claro el paralelismo entre la historia personal del propio Hedi y la de su país. Túnez, donde también conviven, y chocan, dos visiones de la vida: la tradicional y la moderna, la apegada al pasado y la que persigue conquistar el futuro, años después de la primavera árabe, que comenzó precisamente en aquel país, una revolución ilusionante a medio hacer. 


Hedi vive con una madre, interpretada por Sabah Bouzouita, que dejaría a Bernarda Alba como una mujer moderna y vitalista. Su vida está decidida por otros. Todo, el trabajo, el matrimonio concertado con la hija de un empresario de buena posición, su nueva casa, que es en realidad una planta de la casa de su madre, su futuro, absolutamente está decidido por él. Es como debe ser. Se cumple una edad y se sienta la cabeza. La vida es así. Pero un buen día, Hedi (a quien interpreta con enorme convicción un excelso Majd Mastoura), es enviado a trabajar a una zona de playa. Allí conoce a una animadora, Rym, que lo cambia todo. 

Es una historia sencilla y, de entrada, no excesivamente original. Pero es una historia hermosa, de las que llevan al espectador a preguntarse qué haría en el lugar de Hedi, a reflexionar sobre su encrucijada, sobre el vértigo que se le presenta cuando conoce otra forma de afrontar el mundo. Ya no está todo marcado, ya no es rígido. Ahora la vida puede ser un juego, se puede apagar el móvil, entregarse a las emociones, fabular con un futuro distinto y decidido por uno mismo. Hay una escena bellísima en el filme en el que Hedi, que es también el título de la película, habla con Rym (Rym Messaoud) en la playa. "Dibujo viñetas de cómics. Tengo un sueño, que me publiquen", le cuenta el joven. "No es un sueño, es un proyecto", le responde ella. "Un sueño es querer volar, como yo". 

Y ahí, en esa conversación, se concentra la esencia de esta conmovedora cinta. De repente, un sueño irrealizable, una utopía, pasa a ser sólo un proyecto, algo por lo que se puede luchar. De pronto, se puede romper esa vida que otros han decidido por él y seguir un camino no trazado por nadie más que por sus emociones. Pero, claro, surgen los miedos, las dudas, la incertidumbre. Oscar Wilde escribió que "lo menos frecuente en este mundo es vivir; la mayoría de la gente existe, eso es todo". Hedi llevaba 25 años existiendo, sin más, con sus viñetas como único refugio de una realidad con las cartas marcadas. Al conocer a Rym descubre lo que es vivir, con mayúsculas, de verdad. Y le fascina y asusta a la vez. 

Con la cámara pegada al protagonista, siguiéndole por la espalda, viendo lo que el ve, respirando como él respira, el director nos muestra las dos caras de Hedi, los dos polos que, en mayor o menor medida, todos tenemos dentro. La cara racional, responsable, respetuosa con las tradiciones, con lo que se supone que está bien y debe hacerse. Una cara seria, contenida. Y la cara feliz, risueña, la que descubre la vida por primera vez, la que baila y salta, la que ríe, la que siente. Cuando Hedi saluda a su futura esposa, a escondidas en su coche, lo hace dándole dos besos en la mejilla. Con Rym se entrega apasionadamente, no hay convenciones sociales ni remilgos religiosos, sólo dos cuerpos que se atraen, una pasión irrefrenable

El paralelismo entre la historia de Hedi y la de su propio país, Túnez, es muy marcado. El personaje de Hedi es, en realidad, un país entero. La represión a la que él está sometido, la tradición que le asfixia, es la misma contra la que se rebelaron los tunecinos jóvenes, la misma a la que siguen apegados los más conservadores. La historia transcurre cinco años después de la primavera árabe, que acabó con el régimen tiránico de Ben Ali. Túnez, donde empezó todo, no es el país que peor situación tiene tras aquel estallido social, pero sigue teniendo problemas, como el desempleo o la elevada inflación, la incertidumbre y el azote del terrorismo desestabilizador. Algunos de esos obstáculos al futuro democrático de Túnez aparecen en el filme, donde se habla de las revueltas contra la dictadura ("las manifestaciones de enero", "lo que pasó") y se rememora lo ocurrido. Cuenta el protagonista que fueron sólo unos días de protesta, pero que, al regresar al trabajo, todo era distinto, la gente se miraba a la cara, todo el mundo parecía quererse. "Duró poco, fue sólo un paréntesis", relata. De los paréntesis de libertad, de la dualidad entre tradición y modernidad habla esta maravillosa película, pequeña, sin pretensiones y realmente cautivadora. que camina entre los rígidos pero conocidos márgenes de lo establecido y los esperanzadores pero siempre inciertos senderos de lo nuevo

Creo que es la primera película tunecina que veo en mi vida. La historia tiene rasgos locales, propios de aquel país, pero es en realidad una historia universal, como todas las buenas películas. Una cinta recomendable que apela a esa lucha que todos llevamos dentro en razón y corazón, entre seguridad y aventura, entre comodidad y riesgo. Una pequeña joya

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