Sant Jordi en Barcelona


De niños nos costaba un mundo dormirnos la noche de Reyes, por el nerviosismo que nos provocaba el día de sorpresas que nos esperaba. Había que irse pronto a la cama, porque si sus majestades de Oriente pasaban por casa y nos veían despiertos, pasarían de largo. Pero uno tardaba en dormirse más de lo habitual y se despertaba antes que nunca. El domingo, la noche previa a Sant Jordi en Barcelona, me pasó exactamente lo mismo que en las noches de Reyes de mi infancia. Intenté acostarme pronto, porque esperaba un día intenso. Pero tardé en dormirme y me desperté inusitadamente pronto. Esta maravillosa fiesta despertaba en mí una arrolladora fascinación, la atracción de lo desconocido e idealizado. Desde hace dos años, me atrae aún más, tras vivir mi primer Sant Jordi y sentir la emoción paseando por La Rambla entre libros y rosas. Ya no es algo idealizado, sino una realidad que superó incluso las expectativas.


Este año, el segundo de muchos, si de mí depende, de todos los de mi vida, me he vuelto a enamorar del ambiente de esta fiesta popular tan hermosa. Dijo Javier Cercas en televisión que la fiesta de Sant Jordi es un milagro, una fiesta en torno a los libros que revoluciona una gran ciudad. Y así es. Un oasis cultural en una sociedad que lee más bien poco según todas las encuestas. Pero, de pronto, calles y más calles con libros y rosas, llenas de historias y de amor, de aventuras y reflexiones, de pasión y pensamientos, un paisaje que hace pensar que no todo está perdido y obliga a reafirmarse en la convicción de que hay pocas ciudades como Barcelona y ninguna fiesta como Sant Jordi


Uno de los grandes alicientes de esta fiesta es el encuentro de los autores con sus lectores. Para ellos debe de ser algo especial, muy ilusionante. Y para los lectores, que guardan cola durante más de una hora, por supuesto, también. Fernando Aramburu, autor de la monumental Patria, era uno de los más solicitados. Cuando llegó a su puesto en la Fnac a las 11 de la mañana, primera de sus muchas citas con lectores, fue recibido con una ovación que trasmitía muchas cosas. Sobre todo, agradecimiento y econocimiento por esa obra colosal, por ese gran relato sobre el final del terrorismo etarra, sobre la capacidad de devastación del radicalismo, sobre el poder corrosivo de la violencia y la sinrazón. 


Como cada año, igual que ocurre en la feria del libro de Madrid, al lado de escritores literarios y reconocidos había también otro tipo de autores, incluidos cocineros televisivos. No es algo que me entusiasme particularmente, no es la mejor receta posible, marida sólo regular, pero no echa a perder el plato. Sobre todo, porque hay variedad donde elegir. Si algo se demuestra cada año en Sant Jordi es que cabe todo. El lector de youtubers metidos a escritores y el de autores extranjeros de reconocido prestigio. El que busca novelas y el que sólo quieren ensayo. El que persigue a famosos que publican libros y el que busca a autores minoritarios con el mismo fervor. El que se enfoca en las novedades, el que goza rebuscando títulos en los puestos de segunda mano y el que no hace ascos a nada y luego encuentra dificultades para cerrar la maleta en su vuelta a Madrid, aunque ya había contemplado esta eventualidad y trajo una maleta especialmente holgada. 

Podemos ponernos trascendentes y lamentar que haya tantos libros de cocina, por ejemplo, pero por lo general está clase de obras, igual que los best sellers en los que la calidad no suele ser proporcional al número de ejemplares vendidos, contribuyen a que se sigan editando otro tipo de libros. Sólo hay algo tan irracional como echarse en brazos de lo comercial sin ningún criterio y es desdeñarlo también por sistema. Ahí está el arrollador éxito de Aramburu, precisamente,  para demostrar que no siempre lo más vendido carece de calidad. En los distintos puestos de Sant Jordi había una variedad absoluta y es bueno que así sea. También de asociaciones y partidos políticos. Este año vi la política algo menos presente, contaminándolo todo un poco menos, que hace un par de años. Y lo celebro. El domingo era un día de cultura por encima de todo. 


Guardé cola para que Luz Gabas me firmara un ejemplar de su último libro, Como fuego en el hielo, un detalle para alguien que estas navidades me regaló un libro para cada mes del año, el mejor presente posible. Celebré el merecido reconocimiento de los lectores a Aramburu. Me encantó ver a Eduardo Mendoza recibir felicitaciones por su premio Cervantes. Nadie habla mal de él, todos le admiran. Quizá porque es mucho lo que hemos disfrutado con sus novelas y, sobre todo, porque es alguien siempre de buen talante. Su discurso de aceptación del premio es en sí mismo una lectura altamente recomendable. Viajé a Barcelona el viernes releyendo sus palabras en el paraninfo de la Universidad de Alcalá. Divertido, lúcido, inteligente, irónico. Puro Mendoza, hilvanando un discurso ágil y muy entretenido en el que relató cuatro lecturas del Quijote en cuatro momentos de su vida, sin tomarse nunca demasiado en serio a sí mismo, lo cual es la más elevada muestra de inteligencia. "Para los que tratamos de crear algo, el enemigo es la vanidad. La vanidad es una forma de llegar a necio dando un rodeo", dijo. Brillante. 

Disfruté con los programas en directo que distintos programas de radio y televisión hicieron en la calle, con concursos, entrevistas y actuaciones musicales. Visité La Central de El Raval, algo que tenía pendiente, más después de haber visitado otro de los locales de esta librería, exportada desde Barcelona a Madrid, lugar de peregrinaje para todo amante de los libros. Recorrí el paseo de Gracia, repleto también de puestos donde comprar más novelas. Probé las rosquillas de Sant Jordi (no todo van a ser libros y rosas). Vi baila de forma espontánea a un grupo de ciudadanos una sardana en la plaza donde está el Palacio de la Generalitat.

Visité el Palacio de la Virreina, en plena Rambla de Catalunya, que acoge diversas exposiciones de arte moderno, como Blackout, de Tres, un artista muy original que estaba obsesionado por el silencio, que se adueñó de toda su obra, desde tijeras para romper el silencio hasta performance en espacios públicos acallando a las multitudes, o fotografías de personajes públicos pidiendo silencio, envasadas en material aislante, sin dejar a un lado acciones políticas de protesta, como cuando, dos días después de los atentados del 11-M, acude a las manifestaciones de Madrid criticando el inquietante silencio del gobierno sobre los verdaderos autores de los crímenes. 

También visité el centro de exposiciones de Santa Mónica, en cuya terraza había una fiesta muy entretenida con un DJ, y que acogía a su vez Arts Libris, la feria internacional de edición contemporánea, con expositores de distintos países y puestos de editores donde uno se recrea por la belleza y delicadeza de los ejemplares. 

Soñé con un futuro mejor al ver a tantos niños ilusionados con sus nuevos libros, regalo por Sant Jordi, garantía de supervivencia de esta fiesta y, sobre todo, promesa de futuros lectores. Recorrí las calles bien pronto, desde la mañana, cuando aún se estaban montando los puestos, apilando los libros que esperaban a encontrar quien los leyera, quien sintiera un flechazo por ellos ese día. Y vi recoger esos mismos puestos después, con media ciudad siguiendo el clásico futbolero por televisión. Compré varias obras y me guardé otras cuantas para la feria del libro de Madrid, tan cercana ya. 

Me resistí, en fin, a que terminara la fiesta más bella del año. Me maravilló la decoración con rosas de la Casa Batlló por una causa solidaria. Me encantó ver a chavales con sus puestos de rosas y libros antiguos, buscando sacar algún dinerillo y contribuyendo a aportar más color a esta fiesta popular. Fui feliz, en fin. Volví a ser inmensamente feliz en Barcelona el 23 de abril. Todos los días del año es una ciudad hermosa, pero el Día del Libro, el día de Sant Jordi, vuelve a convertirse en la ciudad de prodigios.

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