El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas

"Lo que yo pienso es que el mundo está constituido de forma que contiene varias -o, para decirlo sin ambages, infinitas- posibilidades. Y la elección entre estas reside, hasta cierto punto, en cada uno de los individuos que lo componen". Este pasaje de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, resume a la perfección esta novela  de Haruki Murakami y, en general, de su deslumbrante estilo. Y, ya puestos, también describe lo que es la buena literatura, en general. Es una obra original, divertida, sugerente, fantástica, surrealista, excepcional. Lo mejor que he leído del escritor japonés, eterno candidato al Nobel, y autor de obras como La caza del carnero salvaje, Baila, Baila, baila o Tokio Blues

Como anticipa el título, hay dos mundos en esta novela, que se van alternando capítulo a capítulo: el despiadado país de las maravillas, que es una versión peculiar de Tokio, y el fin del mundo, que no sabemos exactamente qué es, sólo que en él habitan bestias y un joven que no recuerda nada. En el país de las maravillas el protagonista es un personaje clásico de las obras de Murakami, un tipo de unos treinta y pico años más bien perdido al que unos sucesos que no es capaz de comprender ni mucho menos de controlar le sacan de su rutina y le obligan a vivir aventuras y sucesos asombrosos


Es un tipo solitario, claro, que protagoniza escenas peculiares. Un hombre que compró un coche una tarde que hacía comprado demasiadas cosas y necesitaba cargarlas para llegar a casa, y que se bebe un copazo antes de dormir cada noche. Trabaja para "el Sistema", aunque va un poco por libre porque, según cuenta, "no me van las grandes organizaciones. Carecen de flexibilidad, suponen una gran pérdida de tiempo y esfuerzo. Hay demasiados cretinos dentro". Un día recibe una llamada y se envuelto en una historia peligrosa e indescifrable, sobre la conciencia y los recuerdos en la que él juega un papel crucial.  

En el fin del mundo, mientras, alguien pierde la sombra y la memoria. Nos cuenta su historia, ese mundo que recorre desnortado, porque no sabe bien cómo terminó allí ni qué esconden los personajes con los que se encuentra. Hay momentos en los que el mayor interés reside en la historia que transcurre en el país de las maravillas y otros en los que fascina especialmente lo que sucede en el fin del mundo, pero lo mejor es el modo en el que se va intuyendo qué relación puede existir entre ambos mundos. El libro es una gran metáfora sobre la conciencia y el mundo interior que cada cual se construye.

Ha muchos pasajes hilarantes, como este: "ya sé que es un prejuicio, pero no me fío mucho de los hombres que llevan pañuelo. Yo estoy lleno de prejuicios como ése. Por eso no le caigo bien a la gente. Y, como no le caigo bien a la gente, cada vez tengo más prejuicios".  Hay más y más frases explosivas casi a cada página, que el autor suelta con ligereza, sin la menor impustura ni pedantería, y que sabe dosificar con naturalidad. Algún ejemplo más: "Pensándolo bien, los estudiantes de bachillerato tienen un no sé qué de artificial. A todo les sobra o les falta algo. Claro que es muy posible que ellos me encuentren mucho menos natural a mí. Así es el mundo. La gente le llama a eso conflicto generacional". 

Como todas las obras del autor, este libro también incluye constantes referencias a películas, libros y discos. "Tal vez fuese desesperanza. Turguéniev quizá lo llamaría desencanto. Dostoievski, tal vez infierno. Somerset Maugham tal vez lo llamase realidad. Pero lo llamaran como lo llamasen, eso era yo". El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas es Murakami en estado puro. Una lectura más que recomendable para el verano, ahora que sobra el tiempo para sumergirse en historias fascinantes y aparcar la rutina. 

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