El jugador

Cada vez que leo un libro de las colecciones que hizo el diario El Mundo con las mejores obras del siglo XX (Las 100 joyas del milenio), pienso en la gratitud debida a esa iniciativa, a cuántos clásicos he podido acercarme gracias a ella. Pienso también en aquellos tiempos en los que las colecciones de los medios incluían libros y no robots de cocina. Pero eso es otra historia. Una colección como esta es una garantía si, por ejemplo, te quedas corto en la previsión de lecturas veraniegas en el pueblo. Siempre puedes echar mano de alguna de las obras que no habías leído aún, como El jugador, de Fiódor Dostoievski. 

La intrahistoria de esta novela del escritor ruso es casi tan interesante como la propia historia narrada en libro. Acuciado por las deudas, el escritor es presionado por su editor para publicar una novela. El tiempo se agota. Sus amigos se ofrecen a elaborar entre otros una historia, una faena de aliño. Pero a él no le convence la idea. Contrató a una secretaria, Anna Grigórievna, que terminó siendo su mujer, para que le ayudara a transcribir la novela. Dostoivski concluyó en una semana El jugador, reconocida como una obra maestra. Una semana. 


El libro podría tener ciertos componentes autobiográficos, pues parece que el autor ruso era también aficionado al juego, como el protagonista y narrador de la novela, Alexéi Ivánovich. Superviviente, vividor, jugador empedernido, Ivánovich rememora una temporada que pasó en una pequeña localidad alemana, donde la clase alta se dedicada a jugar a la ruleta, darse baños y pavonearse con sus mejores galas. El narrador aparece como un testigo cínico, escéptico, de vuelta de todo. Un pobre diablo, un infiltrado en la alta sociedad, entre marqueses y generales. Chismoso, observa con ojo crítico la alta sociedad  que le rodea.

Aunque la novela va más allá del simple relato de alguien adicto al juego, se refleja bien lo que significa tener esa afición desmedida y destructiva, esa enfermedad. "Me sentía poseído en alto grado por el deseo de ganar; toda esa avidez y esa ávida suciedad suponían para mí, ¿cómo decirlo?, algo entrañable, íntimo. No hay nada más agradable que ver a los hombres comportarse sin cumplidos, actuar de forma abierta y franca". 

Entre partida y partida, observa Ivánovich a un general que desea que su abuela se muera para heredar y poder casarse con una joven francesa; un francés que ronda por ahí y al que no aprecia demasiado; un noble británico reservado... A veces desbarra un poco, y es en esos momentos cuando más lucido parece. Por ejemplo, cuando habla sobre la acumulación de riquezas en Alemania: "desde su altura ellos mismos empiezan a juzgar al mundo y a castigar a los culpables, es decir, a todos los que no sean completamente iguales a ellos. Ya ven ustedes, prefiero entregarle al libertinaje a la rusa o hacer fortuna a la ruleta". 

Si la novela tiene tintes autobiográficos, parece que el autor no sentía especial simpatía por los franceses. Al menos el protagonista los detesta ("esa sonrisa francesa, mezquina, oficialmente cortés, que yo tanto aborrezco". Aborda el libro cómo la religión del dinero no es precisamente un invento de nuestro tiempo. Siempre mordaz y crítico ("es difícil imaginar seres más calculadores, tacaños e insensibles que las personas de la clase de mademoiselle Blanche"), el amor, las pasiones y los más bajos instintos, la ambición y la avaricia pasean por estas páginas. Una novela excepcional que el autor escribió en una semana para saldar una deuda. 

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