La joven de la perla

Hay novelas que parecen un constante ejercicio de equilibrismo. Igual que los funambulistas caminan sobre una cuerda intentando no caerse a ninguno de los lados, estos libros bordean dos polos y hacen esfuerzos por mantener el equilibrio. Es lo que sucede en La joven de la perla, de Tracy Chevallier, que tuvo tanto éxito comercial que fue llevada al cine en 2003, con Scarlet Johansson y Colin Fith como protagonistas. La novela fabula sobre la identidad de la protagonista de uno de los cuadros más reconocidos del pintor holandés Johannes Vermeer (1632-1675), que tuvo 11 hijos y vivió cercado por las deudas, en parte por su amplia familia y en parte porque, al vivir de sus pinturas y negarse siempre a trabajar a un ritmo mayor del que le exigía su criterio de calidad, nunca estuvo sobrado de dinero. 

En la novela, Tracy Chevalier hace eso tan tentador de imaginar qué hay detrás de un cuadro famoso, sobre cuya modelo nada se sabe. El punto de partida es muy interesante y hace que el lector espere una aproximación a la vida del autor de la obra, en este caso Vermeer, a medida que avanza la historia. Y ese es uno de los polos entre los que avanza, cual equilibrista, la novela. La historia del pintor holandés, la recreación de aquella época histórica, el proceso creativo del artista, su vida. Es el polo más interesante, el que atrae al lector de un modo más elevado, digamos. Hasta ahí, perfecto. Pero, claro, hay otro polo, el del folletín, el de la historia almibarada de atracción o seducción que surge entre los protagonistas. Cuando la cinta se acerca al primer polo, brilla y atrapa. Cuando juega a ser una novela romántica más bien simplona, pierde fuelle y desbarra. 


La protagonista de la obra es Griet, hija de una familia humilde que tiene que empezar a trabajar como criada en la casa de Vermeer, porque desde que su padre sufrió un accidente, no puede acudir a su empleo, y en casa hace falta dinero. Ella, protestante, muy joven, madura de golpe en una casa en el barrio católico. Su misión será encargarse de limpiar el estudio donde trabaja el pintor, pero sus amas serán la esposa de este y, sobre todo, su suegra. Comienza entonces la clásica historia que muestra la falta de libertades de las mujeres de la época, las rigideces, el machismo asfixiante de una sociedad patriarcal... No se puede juzgar una época histórica desde la perspectiva del futuro, pero resulta espantoso ver las pocas oportunidades que tenían las mujeres en aquel tiempo. Tan pocas, que todas ellas pasaban por encontrar un marido

Griet empieza a sentir una fascinación por Vermeer. Sus obras le dicen algo que no le había transmitido hasta ahora ningún cuadro. Y entabla una relación de mayor confianza con él, a quien se presenta como un artista sensible y educado, pero ensimismado en su trabajo, que antepone a todo lo demás. Cuando la novela parece seguir un camino interesante, el de la creación de las obras de Vermeer, su utilización de la cámara oscura o su combinación de colores, da un volantazo y se dirige en otra dirección, la del folletín, convertido en triángulo amoroso, cuando Griet conoce al joven y apuesto carnicero, que queda prendado de ella y le pide matrimonio. Los padres de Griet ven en el joven una oportunidad económica para su familia, sin que les importe demasiado lo que sienta su hija. Y ella se debate entre la seguridad que le ofrecería el carnicero y la atracción por Vermeer. 

A caballo entre una historia romántica mil veces contada, sin especial interés, y otra mucho más atractiva, que se acerca a la vida de un gran pintor clásico, avanza La joven de la perla. No sabría decir bien hacia qué lado de la balanza se inclina la historia, me temo que hacia el menos atractivo. Dependerá, supongo, de los gustos de cada lector. Igual que a mí me sobran tribulaciones algo cursis, a otros se les puede indigestar la aproximación artística a Vermeer. Es, en todo caso, una lectura agradable, con la que disfrutar, por qué no, en este asfixiante verano. 

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