¿Hay alguien ahí?

A dos semanas del 1 de octubre, la situación en Cataluña no hace más que empeorar a diario y por todos lados, por más que busquemos, hallamos pirómanos y gente con bidones de gasolina que dicen estar prestos a apagar el incendio, pero ningún bombero. El gobierno catalán ha optado por la desobediencia abierta, desde que aprobó en el Parlament unas leyes para las que no tiene competencia. Carles Puidgemont, Oriol Junqueras y los líderes de la CUP han decidido que la ley no va con ellos y, lo que es aún peor, arrastran a media población catalana a un callejón sin salida. Saben perfectamente que no conduce a nada (a nada agradable, a nada constructivo) lo que están haciendo, pero les da igual. Es preocupante, mucho, la presión que están ejerciendo sobre los alcaldes y su decisión de vivir en un mundo paralelo en el que las leyes no significan nada para ellos. 



Lo decimos siempre, pero no está de más recordarlo: defender la independencia de Cataluña es una posición política perfectamente legítima. Como lo es defender que se celebre un referéndum legal y pactado sobre su futuro. Pero, precisamente por eso, si se está a favor del llamado derecho a decidir y de la consulta en la que los catalanes expresen qué relación con España desean, no se puede estar a favor del 1 de octubre. Porque es una consulta que no cumple con los más mínimos estándares democráticos. Es sencillamente otra cosa. Una manifestación política, un acto de rebeldía, pero jamás un referéndum que pueda conducir a la independencia de Cataluña. El 2 de octubre, pase lo que pase, no habrá una república catalana. Y los líderes del gobierno catalán lo saben perfectamente, lo cual añade aún más gravedad a su actitud estos días. 

Pero, repetimos, defender la independencia de Cataluña es una opción respetable y totalmente legítima. Y la media población catalana que lo defiende seguirá haciéndolo después del 1 de octubre. El gobierno central cree que se enfrenta a un problema legal, a un desafío de las autoridades catalanas que se han rebelado contra la legislación vigente, y es verdad. Pero Mariano Rajoy parece no haberse percatado aún de que se enfrenta, sobre todo, a un problema político de primera magnitud. El gobierno, apoyado por Ciudadanos y el PSOE, aunque éste con más tibieza, se ha aferrado al respeto de la ley como un mantra. Acierta, por supuesto, al sostener que el principio básico en todo Estado de derecho es el respeto a la ley. Pero no es suficiente. Es obvio que no resolverá la inmensa brecha con parte de la población catalana apelando a jueces y policías. Y lo peor es que, al igual que los políticos independentistas catalanes saben que su delirio no va a ningún sitio, estoy seguro de que el gobierno central también sabe que tendrá que articular una respuesta política, no legal, a un problema fundamentalmente político. Y aun así no hace nada. Quizá porque piensa que le puede dar réditos electorales mostrarse firme y no mencionar si quiera cualquier propuesta de diálogo que nos saque de este callejón sin salida. 

Da la sensación de que, en el fondo, al gobierno catalán y al español no les va tan mal este choque de trenes, esta situación tan preocupante, que tanto desgarro está provocando en Cataluña, que tantos años, décadas quizá, marcará el futuro de nuestro país. A las autoridades catalanas, en este punto, les interesa ser mártires de la democracia y del soberanismo. A las españolas, mientras, les va bien presentarse como los gobernantes serios y firmes que impiden un golpe de Estado. Y, mientras, la casa por barres, el acuerdo por firmar, los puentes por tender. ¿No hay nadie ahí? ¿De verdad? ¿No hay nadie que no esté cómodo con esta situación de abierto enfrentamiento? ¿Nadie que idee soluciones creativas para desatascar de una vez este choque? 

En  las últimas semanas he "discutido" con casi todos mis amigos sobre Cataluña. En resumen, termino siendo en las conversaciones el equidistante, casi el defensor de los malvados independentistas. Naturalmente, estoy en contra del 1-0, porque creo que esa no es la forma de canalizar una ambición política perfectamente legítima y defendible, pero siempre por los cauces legales. Es sólo que me cuesta comprar el argumento de que media población catalana es perversa, odia a España, apoya las intimidaciones a los no independentistas y, en fin, son diablos con cuernos y rabo. Pienso que entre los catalanes que apoyan la independencia habrá de todo, igual que entre quienes defienden que Cataluña forme parte de España. Veo escasa voluntad de comprensión, mínima empatía. Veo mucho hartazgo y mucha generalización (los catalanes esto o los catalanes, lo otro). Y me preocupa. Porque los discursos que se alejan de los dos extremos (España nos roba, entre los más radicales de los independentistas; y los catalanes son unos egoístas odiosos, entre los más radicales nacionalistas españolas) no se escuchan. Y creo que son precisamente los que deberían alzar más su voz, pero es imposible entre tanto ruido de allí y de aquí.  

La reacción del Estado al desafío del gobierno catalán está siendo errática. Como un toro que embiste en cuanto le ponen un trapo delante, hasta el fondo. No sé muy bien a quién se le habrá ocurrido, pero quizá la idea de detener a cientos de alcaldes de Cataluña, llámenme loco, no es la forma forma de reconducir esta situación. Quizá, qué locura, ocurre todo lo contrario, agrava el problema y convierte en mártires a los ediles que decidan seguir adelante con su apoyo a la consulta del 1 de octubre. Luego hay ocurrencias, como lo de cortar la luz de los centros de votación (quizá les costará poco hacerlo, teniendo en cuenta que hay tantos exministros en consejos de administración de las compañías eléctricas). O, directamente, decisiones de nulo talante democrático, como la de un juez de Madrid (abiertamente contrario a la independencia catalana y a Podemos y los gobiernos municipales próximos a la formación morada) que suspendió la celebración de un acto en Madrid en defensa del derecho a decidir. Es gravísimo que se prohíba un acto político porque no nos guste lo que se va a decir allí. Propio de Venezuela o de Turquía. 

Lo próximo puede ser prohibir actos en defensa de la república, porque aquí vivimos en una monarquía. Es una decisión judicial muy preocupante, pero lo más inquietante es que no pocos unionistas la han aplaudido. No vale todo. Si ellos critican, con razón, que los gobernantes catalanes se salten las leyes, no pueden defender que se se viole de un modo tan burdo el derecho a la libertad de expresión. Ése es precisamente el problema, uno de ellos. Muchos confunden estar en contra de la consulta del 1 de octubre, algo que es difícil no compartir por las formas en las que se ha organizado, con demonizar una idea política que nos puede gustar más o menos, pero que es perfectamente legítimo. Pero lo meten todo en el mismo saco y ya quien defienda que exista un referéndum legal en Cataluña, por ejemplo, como en Canadá, esa república bananera, ya son enemigos de la democracia que quieren romper España. Así no vamos a ningún sitio. De mal en peor. 

A mí las banderas y los himnos no me dicen nada, no me gustan las fronteras ni tengo el más mínimo sentimiento de identidad nacional. Cero. Menos que cero. Pero resulta que hay gente a la que sí le dicen mucho. Pues bien, esa gente a la que tanto le dice la bandera de España y la unidad del país, defendida como bien sacrosanto, curiosamente es a la que le luego tanto le cuesta entender que haya otras personas que sientan lo mismo que ellos, pero por Cataluña. Vivimos tiempos de paradojas, como esa otra de que quienes más odian a Cataluña sean quienes más empecinados están en que sigan en España; mientras que quienes más la quieren defienden que se busque una fórmula para que los catalanes expresen de forma legal qué desean en su relación con España. Ojalá de aquí al 1 de octubre, entre pirómanos con bidones de gasolina, aparezca algún bombero. Lo necesitamos con urgencia. 

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