Heridas del 20-S

Estoy demasiado disgustado y preocupado como para escribir algo medianamente coherente o racional sobre lo que está sucediendo en Cataluña. Vaya este aviso por delante. Y vaya otro. Esto no va a ser un artículo para los muy convencidos de un lado ni para los del otro. No va a compartir la bilis de los extremos, esos que se han adueñado definitivamente del debate sobre esta cuestión po-lí-ti-ca, relativa a las aspiraciones independentistas de una parte de la población catalana. No va a ser un artículo que comulgue con las ruedas de molino del Govern, que presenta el 1-0 como un referéndum legal y no como lo que es, la vía más desastrosa, destructiva, ilegal e inaceptable de canalizar una legítima reivindicación política. Y, ya lo siento, tampoco va a ser un artículo que comparta esa visión de miras cortas de quienes creen de verdad que esto se resolverá sólo con la ley y las fuerzas del orden, de quienes no hacen más que pedir mano dura sin entender del todo lo que está sucediendo. Será, en fin, un artículo equidistante. Qué le vamos a hacer. El artículo de un cándido que siente, sobre todo, mucha tristeza y preocupación, que clama por el diálogo, porque alguien, allí y aquí, detenga esta inquietante escalada de tensión, que siente urticaria por el politiqueo y las miserias que tantos líderes políticos, tertulianos, periodistas y ciudadanos están mostrando en las útimas horas. 


La operación policial de ayer, en la que se detuvo a varios cargos de la Generalitat por la preparación del referéndum del 1 de octubre dejará heridas serias en la ya muy maltrecha relación de Cataluña con España. Es una operación ordenada por un juez de instrucción (el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, que ya investiga este caso al haber aforados implicados, descartó una operación como esta) impulsará a los independentistas, que ayer salieron a las calles de Barcelona y otras ciudades para protestar por lo que consideran un acto de represión. Es una operación judicial y se debe cumplir la ley, sin duda, pero nadie negará que la imagen ofrecida ayer al mundo, de plazas abarrotadas de ciudadanos protestando contra las detenciones, refuerza al bloque independentista. La realidad es la que es, no la que nos gustaría que fuera. ¿Qué pensaríamos si fuéramos un ciudadano australiano que viera esas imágenes?

Entiendo que la ley se debe respetar, porque en una democracia eso es el primer requisito para todo lo demás. Es evidente que el referéndum del 1 de octubre no es legal. No porque no sea perfectamente legítimo (lo repetiremos una y mil veces) defender la independiente de Cataluña, igual que lo es defender una república, por ejemplo, o cualquier otra organización territorial de España, sino porque no es la vía adecuada. Si se está a favor de una consulta pactada con el Estado y con plenas garantías, no se puede estar a favor del 1-0. La independencia catalana se puede defender, por supuesto, en un Estado de derecho, pero no así, no de esta forma, no saltándose las leyes deliberadamente. Todo eso es incuestionable. Pero no por eso deja de chirriar escuchar expresiones como que la policía "se ha incautado de urnas y papeletas" o que "se ha desarticulado la organización del referéndum". La consulta es ilegal, por supuesto, pero no podemos limitar una amplia reivindicación de los ciudadanos catalanes a una cuestión legal, ni resulta del todo comprensible que se equipare a los independentistas con terroristas o golpistas.

Hay muchas preguntas que nos asaltan después de lo ocurrido ayer, el 20-S que tantas heridas va a dejar, que tanto va a aumentar la brecha entre una mitad de Cataluña y la otra mitad, y también entre Cataluña y España. Quizá dos sean las más pertinentes: cómo hemos llegado hasta aquí y, sobre todo, cómo vamos a salir de esta. Preocupan ambas. En especial, la segunda. Parece claro que los líderes independentistas saben que pueden sacar partido político de lo que está ocurriendo. Y, lamentablemente, el gobierno central hace cálculos similares: una buena parte de la población española aplaudirá la "mano dura" con Cataluña (así, en general, para qué los matices). Seguimos pensando, en fin, que en mitad de un incendio, nos faltan bomberos y nos sobran pirómanos. 

El debate, por llamarlo de algún modo, está cada vez más polarizado, lo cual es tóxico para el libre pensamiento, para la independencia (no territorial, la personal de cada uno) y para el tan necesario diálogo. O se sostiene que Puigdemont es el nuevo Tejero, un criminal al que hay que detener junto a todos sus secuaces, porque el independentismo es un planteamiento vil e ilegal; o se defiende que España no es un Estado de derecho, sino un Estado opresor y malvado que pisotea los derechos de los catalanes. Adiós a los términos medios, adiós al contraste sosegado de ideas, adiós a la razón. Allí, por supuesto, pero también aquí. Cualquier postura que no se sitúe abiertamente en uno de los dos extremos, el que ridiculiza y criminaliza una posición política que defiende una parte importante de la sociedad catalana o el que lanza un discurso de odio a España y maneja mentiras para agitar los bajos instintos, es un equidistante, un antipatriota, un blando, un pelele que no sirve para este circo, para esta hoguera de las vanidades. Y así nos va.

Echo en falta sosiego, moderación. Allí y aquí. Echo en falta discursos que hablen de tender puentes y no de agitar la confrontación. Ojalá más líderes políticos llamaran al diálogo. Ojalá los líderes independentistas renunciaran a este camino, sabedores como son de que avanzan en dirección prohibida por un callejón sin salida, sin renunciar a sus ideas, porque pueden defenderlas perfectamente en democracia, pero sin construirse una ley a su medida sin tener competencias. Y ojalá el gobierno central entendiera al fin que no se enfrenta a un problema legal, o no sólo, sino a un mayúsculo reto político, del que es corresponsable, entre otras cosas, por su recurso contra el Estatut ante el Constitucional. Qué maravilloso sería que en Cataluña sonaran más alto las voces de quienes piden pararse a pensar hacia dónde vamos, de qué otra forma se pueden plantear posturas políticas discrepantes, pero todas legítimas siempre que se defiendan legítimamente. Qué necesario sería que en España se fomentaran discursos autocríticos, que reconocieran que el 40% de los catalanes no son demonios con cuernos y rabo, sino personas que tienen una idea política determinada a la que se debe atender con política, como en toda democracia, y que más nos vale intentar entenderlos.

Cuánto se echa en falta que quienes denuncian las impresentables presiones contra los alcaldes que no cederán espacios municipales para la celebración del 1-0 (denuncia que tiene toda la razón del mundo, porque esas presiones son intolerables), comprendieran también que la amenaza con imputar a cientos de alcaldes elegidos democráticamente por los ciudadanos no resolverá ningún problema, sino que lo agravará más. Ojalá el gobierno central decidiera hacer política en vez de fabricar independentistas. Ojalá Ciudadanos no se negara en redondo a incluir menciones expresas al diálogo en resoluciones del Congreso. Ojalá Podemos no pensara sólo en hacer política de bajos vuelos y sectaria. Ojalá el PSOE fuera útil y sirviera, por ejemplo, como ese vínculo con una parte de la población catalana que no es independentista pero que asistió ayer atónica a las detenciones.

Se echa mucho de menos la convicción de que de aquí no vamos a salir con policías y detenciones. ¿Se debe hacer cumplir la ley? Sí. ¿Hay líderes independentistas que están buscando ser detenidos para convertirse en mártires? Sin duda. ¿Es irresponsable que el gobierno central no proponga nada distinto a la acción de la justicia y las fuerzas del orden? Por supuesto. Se puede estar a la vez en contra del referéndum del 1-O y de la reacción del gobierno central. Se puede no compartir el sentimiento independentista (ni ningún otro sentimiento nacionalista, ningún otro apego a banderas e himnos) y respetar a quienes lo tengan. Se puede tener claro que la ley está para cumplirse y, a la vez, que ninguna ley puede ser un muro, que toda ley se puede cambiar. Se puede criticar la sinrazón en la que han entrado los gobernantes catalanes y, a la vez, lamentar la falta de un modelo ilusionante para recuperar a todos aquellos que han virado al independentismo en los últimos meses, la ausencia de una alternativa. 

No sé cómo se saldrá de esta. Tampoco sé cuál sería la mejor forma de haber reaccionado a la convocatoria del referéndum. Pero sí sé que millones de catalanes y españoles seguimos con mucha preocupación lo que sucede en Cataluña. Y también que querría dejar a un lado la política, los ideales que se usan para remarcar la diferencia, la vil utilización partidista de una situación tan grave, porque uno está desbordado ante lo que sucede. Porque el problema catalán ha despertado muchas emociones (indiferencia, inquietud, preocupación, tristeza) y ahora, sólo ahora, empieza a provocar miedo. Y quienes deberían apagar el incendio, allí y aquí, se apresuran a agitar las llamas con bidones de gasolina.

Comentarios