Algo se mueve en Cataluña


Sólo los más fanáticos de ambos lados negarán y lamentarán que haya avances, aunque tímidos, en la crisis catalana. Siguen quedando muchos cabos sueltos, continúa sin verse una salida clara al conflicto, pero algo se mueve. Para bien. El lunes, la comparecencia de Carles Puidgemont en el Parlament de Cataluña fue esperpéntica, confusa y surrealista. Apenas se entendió qué quería decir exactamente el president. Por momentos, parecía Mariano Rajoy, por su dominio del discurso ambiguo, las elipsis y los sobreentendidos. Pero es obvio que no asistimos a la solemne proclamación de la independencia de Cataluña, que habría sido un paso irreversible hacia un incremento sin precedentes de la tensión.


El president cabalgó a lomos de un discurso demagógico sin base real, sí, pero también reconoció que la manifestación del pasado domingo por la unidad de España en Barcelona fue masiva (algo que pocos no independentistas han dicho de las muchas y muy masivas manifestaciones de la Diada en los últimos años), habló de diálogo y evitó deliberadamente hacer la declaración de independencia. Bastaba ver los lamentos de los más convencidos independentistas y la abierta decepción de los más furibundos no independentistas (locos por la música) tras las palabras de Puigdemont para constatar que lo del lunes puede recibir todos los adjetivos que queramos (estrambótico, surrealista, esperpéntico, dantesco, patético, lamentable…) pero no fue una declaración unilateral de independencia (DUI).

Puigdemont dio un paso tímido hacia la desescalada, ese palabro que tanto usamos estos días para referirnos a la pretensión de algunos por rebajar la tensión. Mintió, por supuesto. Se aferró a leyes que sabe ilegales, evidentemente. Sigue actuando con una enorme irresponsabilidad, claro. Pero dio un paso adelante. Llegó, quizá, lo más lejos que pudo llegar para no ser destrozado por sus seguidores, por los cerca de dos millones de catalanes (o uno y medio, o uno, ponga cada cual la cifra que desee) partidarios de la independencia. El lunes, los defensores de la mano dura, los del ardor guerrero, querían ver una proclamación de independencia; mientras que los  más independentistas veían una traición, pero también pretendían autoengañarse un poco con el documento que firmaron los parlamentarios catalanes de la mayoría soberanista. Pero lo que uno vio, francamente, fue a un president pidiendo a gritos una salida, una escapatoria para detener su huida hacia adelante.

La reacción del gobierno central no convenció a los que parecen clamar por ver los tanques circulando por las calles de Barcelona ni tampoco a los que no aceptarán nada más que la separación de la opresora y malvada España. Es decir, la reacción del gobierno central fue ponderada y adecuada. Si no se agrada a los más extremos, si para los más iracundos de los “suyos” Rajoy quedó como un blando, es que algo hizo bien. Del mismo modo que si para los más ultras del bando independentista Puigdemont queda como un traidor. Eso significa que no vamos por mal camino, salvo para aquellos que desean con fervor un escenario de confrontación.

Puigdemont pide a gritos una salida y Rajoy se la está ofreciendo. Hace bien. Sobre todo, porque esto no va de Puigdemont ni de Rajoy. Va de la convivencia entre Cataluña y el resto de España. Va de evitar la máxima tensión, el lenguaje belicoso, esta varicela de banderas y patrioterismo, este clima irrespirable de enfrentamiento y odio. Rajoy ha hecho bien al reclamar al president que responda abiertamente qué dijo exactamente el lunes en el Parlament. Sobre todo, porque le está ofreciendo esa escapatoria. Basta con que Puidgemont diga que no proclamó la independencia para que se pueda abrir una senda de diálogo. Algo que, por supuesto, no valdrá a los más furibundos independentistas y que, naturalmente, tampoco agrada a quienes tildan a Puidgemont de golpista y andan con las calles con su patrioterismo a flor de piel. Pero no quedan muchas más salidas, si de verdad no queremos hacernos más daño y destruirnos. Si lo que se busca es una solución y no réditos políticos, si lo que se desea es encontrar salida a este laberinto, los gestos, aunque tímidos, aunque el 155 esté en el horizonte y los más independentistas no vayan a aceptar pacto alguno, sólo se puede celebrar estos mínimos avances, estos gestos que permiten atisbar a lo lejos una salida.

La otra clave de esta ligera mejora de la situación, empeoramiento para los que desean algo distinto a un acuerdo y una salida satisfactoria para todos, es el compromiso del gobierno con el PSOE para debatir una reforma constitucional. Es algo que se ha rehuido durante muchos años. Nadie quería abrir ese melón y es lógico que muchos observadores cuestionen si esta situación es la más indicada para hacerlo. Pero puede que no quede otra. Reformar la Constitución, como tal, no significa nada. Conviene saber para qué, claro. Pero sí es un paso adelante no menor, sobre todo del PP, el partido más decidido hasta ahora a defender la Carta Magna como si de las tablas de la ley escritas en piedra se tratara. Es un acierto de PP y PSOE. No faltarán quienes sostengan que nada puede negociarse con quien ha planteado un pulso al Estado. Pero, de nuevo, conviene recordar que esto no es la alocada idea de cuatro políticos, sino un proyecto político defendido legítima y pacíficamente por una parte importante de la población catalana. Sencillamente, es hora de percatarse de una vez de que lo que sucede en Cataluña es un problema político de primer orden, una colosal crisis de Estado. Por eso plantear una reforma constitucional, de entrada, no suena tan mal. 

Por supuesto, los riesgos siguen siendo evidentes. Si Puidgemont no responde a la pregunta de Rajoy antes del lunes, o si lo hace de forma ambigua o incendiaria, se entrará en el terreno desconocido del artículo 155, que sólo parecen desear de verdad Ciudadanos (convencido de que su aplicación para convocar justo después elecciones autonómicas le iría de perlas) y los más decididos independentistas, para quienes sería un agravio más que añadir a su lista de ofensas del Estado. Todos los caminos conducen a unas elecciones en Cataluña en las que medir la fuerza real de la independencia. En el espacio de diálogo, no entre Puigdemont y Rajoy, no, sino entre Cataluña y España, que se debe abrir, convendría rebajar el tono, no ver como enemigo al que piensa algo distinto y no poner líneas rojas. No deben hacerlo los catalanes que defienden la independencia ni tampoco quienes se empecinan en que la ley es la que es y no se puede cambiar jamás para incluir fórmulas que permitan desatascar esta crisis, como una consulta pactada. 

No sé si hay demasiados motivos para ser optimistas, pero al menos ya no se ven tantos pirómanos. Los hay, claro. Es extremadamente preocupante el rebrote de la extrema derecha, esa que siempre estuvo ahí, causando incidentes violentos de enorme gravedad. Está claro que lo que se ha quebrado en la convivencia y en la relación entre Cataluña y España no se sanará en mucho tiempo. Hay sindicatos policiales que piensan que no tienen nada mejor que hacer que colgar tuits amenazantes contra Puidgemont. A Cospedal le preguntan en cada entrevista si enviará al ejército a Cataluña, como si alguien pensara que eso es buena idea, como si alguien estuviera deseándolo. No pocos políticos se están mostrando incapaces de entender la gravedad de la situación y la necesidad de salir de sus discursos clásicos y prefabricados. Se siguen arrinconando más de lo debido los posicionamientos moderados, tildados con desprecio de equidistantes. Seguimos recibiendo vídeos candorosos de personas que jamás habían mostrado interés por la política. Banderas, himnos y sentimientos patrioteros se agitan más de la cuenta contra quien piensa distinto. Las heridas (no las físicas) de las excesivas cargas policiales del 1 de octubre siguen doliendo y dolerán. Pero algo parece moverse en la crisis catalana. Ojalá quienes tienen en su mano rebajar la tensión no escuchen a los que, aquí y allí, jalean las posturas más radicales y salivan esperando una confrontación. Ojalá todos renuncien a sus posiciones de máximos y haya auténtica voluntad de acuerdo.

Todas las posiciones políticas, incluida la defensa de la independencia de Cataluña, son legítimas siempre que se canalicen por las vías legalmente establecidas. Los gobernantes catalanes no pueden seguir haciendo oídos sordos a la ley y marginando a quienes no piensan como ellos. El gobierno central tampoco puede pensar que éste es un problema legal, o sólo legal, y no político, o sobe todo político. Los últimos gestos parecen dirigirse en esa dirección. Ojalá los fanáticos de aquí y allí sigan decepcionándose por cómo avanzan los acontecimientos.

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