Convivencia

Escribió Albert Camus que entre la justicia y su madre, elegía a su madre. Si cambiamos patria por justicia, creo que esta frase resume bien el sentimiento de muchos ciudadanos ante la situación que se vive en Cataluña. En los últimos días vemos con una sensación de irrealidad, como si no estuviera sucediendo de verdad, como si fuera un sueño (más bien, una pesadilla), lo que pasa. Pero es real. Está pasando. Se está quebrando la convivencia. No hay patria que valga más que una amistad, ni hay idea política que justifique discusiones con seres queridos. No me preocupan lo más mínimo las cuestiones políticas detrás de esta gigantesca crisis si las comparo con las heridas sociales que está causando este conflicto. Me preocupa que haya temas tabús en las conversaciones con amigos, que sea mejor no hablar de este asunto, que se observe a la gente más y más enervada. Es lo más desolador de lo que está ocurriendo. Y es algo a lo que la sociedad debe intentar poner remedio. Está en nuestras manos. 



No me gustan las banderas. Creo que se utilizan para restregarlas contra otro, especialmente estos días. No me agrada ver mi ciudad cada vez más infectada de banderas, ni los discursos llenos de mayúsculas, ni esas palabras gruesas (patria, nación y demás) que tanto escuchamos ahora. Pero, naturalmente, lo respeto. No me gusta que en vez de vídeos de gatitos o de bromas, me lleguen a Whatsapp vídeos patrioteros. Me incomoda y preocupa ver a gente que jamás se interesó por la política defendiendo y jaleando discursos incendiarios. Volvamos a la normalidad, a lo cotidiano. Trabajemos la convivencia. Hagamos un esfuerzo por que todo siga igual, dejando a un lado este conflicto político, la irresponsabilidad de los dirigentes de allí y de aquí, los fanáticos de ambos lados, encantados de que esto se desmadre. 

Tengamos todos en cuenta que en esta España o en una hipotética Cataluña independiente la convivencia social será clave. Seguiremos teniendo vecinos que piensan distinto a nosotros. Podemos empezar por aceptar eso, que sencillamente tienen otras ideas. Es decir, dejemos a un lado esa arrogancia que nos lleva a pensar que el de enfrente está manipulado y es un ignorante, porque, en la mayoría de los casos, no es así. O no está más manipulado ni es más ignorante que nosotros. Ocurre, simplemente, tiene su propia opinión. Que tiene sus razones y sus sentimientos. Como nosotros. Que opina o siente diferente. Sin más. Empecemos por respetarlo. Por no ver como un fascista despreciable al que piensa diferente. Empecemos por recuperar el respeto al de al lado, algo que se está perdiendo, aquí y allí. 

Supongo que en Cataluña estos días es tan habitual escuchar críticas despectivas a España o a los españoles, así, en general, como lo es escuchar críticas a los catalanes en Madrid. Y me duele. Me duele escuchar estos bufidos llenos de odio. Me preocupa que no haya más personas inquietas por el grave daño a la convivencia de todo esto. Me incomoda leer a personas a las que considero inteligentes poco menos que regodearse de este clima de máxima tensión. No comprendo cómo no se generaliza el movimiento que llama al diálogo ciudadano. Porque yo no habló de Puigdemont, que me importa más o menos la misma nada que Rajoy, sino de la gente. De la gente de la calle. Piense lo que piense. De nuestros conciudadanos. De nuestros vecinos. Hablo de construir puentes entre la sociedad, de no caer en la trampa de quienes buscan la confrontación, porque les va bien así, porque piensan que obtendrán réditos de esta situación. 

No hablo de artículos, de leyes, de parlamentos o de referéndums. No hablo de ley ni de política. Hablo de la convivencia entre seres humanos. Hablo de que todos, independentistas y no independentistas, somos en esencia iguales, dentro de nuestras sanas diferencias. Todos tenemos amigos, todos nos enamoramos, todos nos cabreamos con pequeñas tonterías que palidecen cuando llegan grandes problemas, todos debemos llegar a fin de mes. Todos intentamos celebrar la vida en compañía de nuestra gente. Todos estamos deseando hoy que llegue el fin de semana. Todos descolgamos el teléfono para hablar con nuestros hermanos o nuestros padres. Todos compramos el pan por la mañana y maldecimos el retraso del metro. Todos tenemos amigos de una idea política y la contraria. Y no nos importa. Todos apreciamos la belleza de Barcelona y de Madrid, al margen de nuestra posición política. Todos, en fin, somos personas. No enemigos, no diablos, no seres malvados para el que no piensa distinto. Personas igual que todos. 

Recuerdo cómo me impactaba de pequeño, y me sigue impactando ahora, que hace décadas en España, no tanto tiempo, la familia de un novio no acudiera a una boda porque su futura esposa era de familia de izquierdas. Eso pasaba en España, sí. Y a mí no me podía resultar más extravagante, más horrible, más espantoso. Porque suponía anteponer las ideas políticas a lo que de verdad vale la pena en la vida, las relaciones humanas, las pequeñas alegrías cotidianas, los acontecimientos de nuestra historia, con minúscula, la que no se escribe en libros de Historia, con mayúscula, pero que es la que da sentido a la vida. Y no me podía creer que eso ocurriera en mi país. Salvando las distancias, veo estos días una irritación y un sectarismo inquietantes. Otra vez por la política. Por la forma excluyente de entender la política de tantos. Otra vez los recelos, las malas caras, los reproches, las discusiones sobre graves asuntos políticos. Volvamos a hablar del calor insufrible que hace en octubre (¡en octubre!), de que Murakami ha vuelto a no ganar el Nobel o del próximo estreno de cine. Necesitamos un poco de normalidad entre tanta crispación, necesitamos la vida de verdad, la convivencia de siempre. 

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