Juego de tronos

Si algo he aprendido con Juego de tronos es a intentar no recelar automáticamente de las series de éxito. En una actitud tan irracional como la de alabar directamente lo que tiene mucha audiencia, confundiendo cantidad y calidad, suelo desconfiar de las producciones de moda, ponerme a la contra. Detesto ese razonamiento estúpido según el cual la taquilla de una película o la audiencia de una serie refleja su calidad, porque no es así en absoluto. Sólo refleja los espectadores que han tenido. Punto. Pero, tan absurdo como eso es pensar todo lo contrario, que es imposible que un best seller sea, a la vez, un buen libro, o, en este caso, que la serie de moda lo sea por una buena razón. 


Si no fuera por la insistencia de una buena amiga no hubiera disfrutado de Juego de tronos, la serie de moda, sí, o de moda hace unos años, que tiene pendiente una última temporada, que se estrenará en 2019, para culminar la fascinante historia ideada por George R. R. Martin en sus libros. Jamás pensé que lo diría hace unos meses, pero hace mucho tiempo que una serie no me engancha tanto. En octubre comencé a verla y la terminé antes de que acabara el año pasado. Siete temporadas del tirón, un maratón de ese mundo de fantasía en el que la muerte no esquiva a nadie, en la que la lucha por el poder muestra la auténtica cara de las personas. Hay mucha fantasía, y dragones y monstruos, pero a la vez plantea no pocas reflexiones sobre la política y el poder, sobre la pasión y el odio, sobre la venganza, en fin, sobre el ser humano. 

Cuando escuchaba presentar la serie como una especie de tratado sobre el poder y la política, inmerso como estaba en esa actitud de recelar de ella sólo porque estaba de moda, me reía y me resultaba increíble. Lo cierto es que en la política actual no se cuelgan en picas las cabezas de los adversarios ni se envían dragones contra los adversarios, claro. Pero, dentro de ese mundo de fantasía y casas enfrentadas, de distintos reinos con sus propios intereses, sí se retratan, desde luego, situaciones perfectamente reconocibles de luchas por el poder. Están los gobernantes adictos al poder, la ambición de quien está dispuesto a todo para conservar o asaltar el trono de hierro. Las personas manipuladoras que controlan a los demás a su antojo, los honestos que son engañados. Las traiciones, tan habituales en la política. El fanatismo religioso. El dilema de trabajar en pos del bien común o perseguir sólo lo que beneficia a uno mismo. 

Y también hay frases que, tal cual, bien pueden extraerse para resumir la situación política actual. Por ejemplo, cuando escuchamos que el poder es una sombra, que sólo tiene algún sentido si la gente lo reconoce como tal. Si un territorio, por ejemplo, deja de reconocer la legalidad o el poder vigente, es el poder vigente el que tiene un problema serio. O esa otra escena en la que un personaje se rebela contra las mentiras, porque, dice, éstas provocan que el lenguaje pierda el sentido y que la política se convierta en una competición por ver quién construye las mentiras más convincentes

La serie no ahorra escenas explícitas de sexo y violencia, pero ésta siempre aportan algo, tienen sentido. Nos muestran las relaciones que existen entre los personajes, su personalidad, la evolución que estos siguen, sus debilidades. Lo más atractivo de esta producción, cuyo presupuesto debe de ser exorbitante vistas las espectaculares escenas de batallas y sus muy cuidadas y asombrosas localizaciones por todo el mundo, es la evolución de los personajes. Ninguno llega a la séptima temporada (de los que llegan, claro) ni remotamente parecido a como empezaron. Todos evolucionan mucho. Uno se ve compadeciéndose del sufrimiento de un personaje al que, dos capítulos atrás, le hubiera deseado la muerte. Es una serie, además, en la que no es muy aconsejable encariñarse con los personajes, porque cualquiera puede morir en cualquier momento. 

Visualmente impresionante, el desarrollo de los personajes y la calidad de los diálogos fascinan y atrapan al espectador. Hay temporadas algo más lentas, en las que la acción se concentra en la parte final, y otras con un ritmo ágil que corta la respiración, como la séptima, en la que se diría que Juego de tronos descubre o explota al máximo las elipsis y el humor. Pero todas tienen capítulos impresionantes y en todas ellas los personajes cambian, con el protagonismo muy repartido. No hay personajes intrínsecamente malos, o al menos no hay buenos y malos. Todos tienen sus aristas, todos muestran su lado humano y también el más salvaje. Es, en fin, una serie descomunal, a la que me he subido tarde, pero a tiempo. Se hará larga la espera hasta el estreno en 2019 de la octava y última temporada de esta historia apasionante. Quizá los libros, a los que ha adelantado la propia serie desde la anterior temporada, sean una buena forma de aguardar al desenlace. 

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