La forma del agua

La forma del agua no comienza con la expresión "érase una vez", pero podría haberlo hecho. Desde las primeras escenas queda claro que la última película de Guillermo del Toro será visualmente deslumbrante y que asistiremos a un cuento. Una voz en off así nos lo anticipa. Un cuento de hagas. Una especia de La bella y la bestia, pero para adultos. En todo cuento, los malos son malos de solemnidad, sin matices. Así ocurre en La forma del agua, que adopta estructuras y referencias clásicas para construir algo distinto, mucho más maduro y rico. La princesa del cuento es una empleada de la limpieza muda (magnífica Sally Hawkins), a cuyos hábitos íntimos asistimos a comienzos del filme. Su enamorado es un hombre anfibio. Y quienes la ayudarán en sus aventuras son todos ellos antihéroes, gente corriente. 

Cuenta Guillermo del Toro, multinominado a los Oscar por esta cinta, que le gusta "hacer películas que sean liberadoras, que digan que está bien ser quien eres, y parece que en este momento concreto resulta muy pertinente". La cinta ( la fábula) ambientada en los años 60, en plena Guerra Fría, pero más bien ambientada en un mundo fantástico, una "pequeña localidad cerca del mar pero lejos de todos lo demás", dialoga con el presente. Es un canto a la diferencia. No hay princesas ni hadas clásicas. Todo es diferente, mucho más real. Cuanto más fantástico y poético es el filme, más claro resuena su mensaje, su intención de fondo. 


No parece casual ni carente de sentido que el protagonista de la cinta, ese hombre anfibio, ese "ser" que investiga el gobierno estadounidense, fuera capturado en Sudamérica y tratado como un monstruo, como un animal de laboratorio con el que experimentar. "No es ni siquiera humano", le dice el mejor amigo de la protagonista (llamada Elisa Esposito, tampoco casual), cuando ésta le habla de su relación en el hombre anfibio y le pide ayuda porque corre peligro. "Si no hacemos nada, nosotros tampoco seremos humanos", le responde ella. Algún mensaje de fondo hay en este diálogo y en esta historia, como en todas las fábulas. Dado que vivimos en un mundo en el que el racismo y el desprecio al diferente están muy extendidos, y puesto que hay un ser inclasificable en la Casa Blanca, el mensaje de esta cinta, como dice el propio director, resulta "muy pertinente". 

El mejor amigo de Elisa, los que la ayudarán en su historia, son un pintor homosexual (Richard Jenkins), que afirma que cuenta se mira en el espejo sólo reconoce "estos ojos, en la cara de un anciano". Un perdedor, que ha perdido su empleo, que es despreciado por su orientación sexual en un momento del filme, algo patoso, algo torpe. Un personaje del que es fácil encariñarse. La compañera de la protagonista es Zelda Fuller, una mujer negra (excepcional como acostumbra Octavia Spencer), una luchadora, una mujer que saca adelante su casa, cuidando de un marido que básicamente no hace nada, y que se abre paso en una sociedad (recordemos, años 60), en la que las personas negras siguen padeciendo el más repugnante racismo. Todos ellos, de alguna manera, miembros de minorías. Todos ellos antihéroes, todos personas que se sientan diferentes y que, juntos, se ayudan a redimirse, a hacer algo grande, a vivir guiándose por sus sentimientos. El malo malísimo, por cierto, es un hombre blanco heterosexual con una familia de anuncio. Es decir, los raros, los diferentes, los despreciados, son los héroes de este cuento, en le que la maldad está del lado de la "normalidad". 

Del Toro construye un mundo muy bello y muestra con mucha delicadeza la relación entre al joven limpiadora y el hombre anfibio, con el que se comunica con el lenguaje de sordos. Son dos almas que conectan, dos seres que se encuentran en el momento justo y que construyen una realidad paralela, más soportable, más sensible, que la gris realidad cotidiana. La película tiene un primer clímax, hasta el que todo es redondo, impecable, exquisito. Desde ese punto, la cinta sigue avanzando, pero hay momentos en los que pierdo un poco el interés, aunque pronto vuelve a alzar el vuelo el filme, hacia un final poético, literalmente, que termina dando pleno sentido al título del cuento con el que Guillermo del Todo hace un canto a la diversidad, tan necesario como hermoso. 

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